Una de mis amigas dice siempre que, salvo que tuviera todo el dinero necesario en efectivo, nunca se compraría una vivienda. Según ella, en este país hay demasiada cultura de la propiedad y, a su modo de ver, es un error que nos ha llevado a donde estamos y blablá. Es la típica colega alternativa y reivindicativa a la que le encanta polemizar con sus amigos. A mí me gusta hablar con ella de este tema, porque, aunque sea por un rato, me convence. Me vuelvo a mi piso de alquiler y me digo que estoy bien así. Que de esta manera soy más libre, que tengo mis opciones abiertas y todas las ventajas que me vende mi amiga.

Me convenzo a mí misma durante un rato, un par de días a lo sumo. Pero después me asaltan otro tipo de pensamientos totalmente diferentes. Veo a mis padres, con sus pensiones de risa y pudiendo permitirse ser independientes porque tienen un piso en propiedad y terminado de pagar. Pienso en esa vecina suya que tuvo que dejar el piso en el que llevaba viviendo al menos toda mi vida, porque los herederos de su casero querían venderlo.

Luego pienso en la cantidad de dinero que destino a la renta y en lo que pagaría de hipoteca si me lo pudiera permitir… Y no sé si me dan ganas de reír o de llorar. Porque tengo 40 años y jamás podré comprarme una casa. Esa es mi realidad, no soy propietaria porque no puedo, no porque no quiera. Porque mis ingresos no me alcanzan, porque mis ahorros son de risa y porque, a mi edad, ya no hay banco que me conceda la hipoteca que necesitaría en el mejor de los casos.

Habrá a quien le parezca una tontería, pero lo cierto es que a mí me agobia. Nunca pensé que llegaría a los 40 sin poseer un lugar al que pudiera llamar mío, aunque fuese a medias con el banco. Los años fueron pasando, mi capacidad económica nunca fue demasiado boyante y mis circunstancias no me facilitaron el acceso a una vivienda en propiedad. Supongo que, mirándolo en retrospectiva, puedo considerarme afortunada. No soy rica, pero jamás me ha faltado el trabajo, ni el techo (de alquiler) ni la comida. Sin embargo, no puedo evitar sentir que, de poder viajar al pasado, trataría de hacer las cosas de otra forma. De una que me permitiese comprar aunque fuera el más cutre de los apartamentos del extra-extrarradio.

 

Me gustaría poder decir que tengo un lugar en el que vivir en el caso de que las cosas se pongan difíciles. Sobre todo, si tengo la suerte de vivir para llegar a jubilarme. Porque de verdad que siento verdadera angustia al pensar en la cantidad de dinero que tendré que destinar a seguir pagando alquiler. Y, bueno, me agobio un poco también porque, de alguna manera, siento que he fracasado. Que no he llegado al mínimo exigible a un adulto de la sociedad actual. Y sé que eso es una paranoia y lo último con lo que debería quedarme, pero ahí está.

Tengo 40 años, jamás podré comprarme una casa… y ya solo me queda confiar en que me toque la lotería o que un desconocido ricachón me nombre su heredera.

 

Anónimo

 

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