Las plataformas de venta de segunda mano han proliferado en los últimos años, y estoy segura de que casi todos, en algún momento, las hemos usado para comprar, vender o ambas cosas. La idea es buena: cosas que tenemos en casa, que están nuevas, pero que ya no queremos, quizá le puedan servir a otras personas y, de paso, ganarnos un dinerillo. Hasta ahí, todo bien. Pero resulta que hay un submundo dentro de estas plataformas, submundo que yo pensaba que era una leyenda urbana, pero que existe de verdad.

Hace unos meses, me topé con el vídeo de una muchacha que decía que se había sacado un buen pellizco en Vinted. Pero no, no por vender cosas de segunda mano, sino por enviar fotos de sus pies.

La chica en cuestión contaba que había subido a la plataforma unos cuantos pares de zapatos para vender, con las fotografías correspondientes para que se viera el estado, cómo quedaban puestos, etc. Hasta ahí nada raro. La cosa es que un tipo francés, un día, le había dicho que tenía unos pies muy bonitos, y tras ella agradecerlo, le preguntó que cuánto le pediría por unas fotos de sus pies. Y de ahí, podéis imaginar el resto de la historia.

Claro, a mí me hizo gracia. No soy tan inocente como para no saber que todo esto existe, claro, y que hay páginas incluso que se dedican a la compra-venta de ropa interior usada. Pero claro, yo pensaba «a ver, ¿en Vinted? Si es para ropa de segunda mano, no habrá gente ahí acechando para encontrar algo como esto».

Pero ay, amores, qué equivocada estaba. Yo uso Vinted y Wallapop para vender ropa, libros y videojuegos que están como nuevos y ya no uso, me queda grande, o ya no vibran conmigo. La cosa es que tengo unos zapatos de verano, de plataforma, que nunca me pongo y están nuevos. Y leñe, me da pena porque alguien puede quererlos y darles el uso que yo no les doy. Así que hice las fotos de los zapatos solos, me los puse para que se viera cómo quedaban puestos… Vamos, lo que te dicen que hay que hacer para que el cliente vea bien cómo son. Los subo, les pongo el precio y listo, me olvido un poco de ellos.

Pues a los pocos días, me llega una notificación de Vinted de una conversación sin leer. Así que la abro, yo ya me estaba restregando las patitas pensando en lo que habría vendido, y doy de lleno con un mensaje que decía:

«Bonitos pies».

Os juro que estuve como dos minutos mirando el mensaje, pensando que era mi imaginación, o que a lo mejor la persona tras el mensaje quería los zapatos e iba a escribir un segundo mensaje. Pero no, ese segundo mensaje no llegó. Pero como a mí me van un poco las emociones fuertes ya a estas alturas, pues decidí contestar con un amable:

«Ay, jo, muchas gracias».

Yo aquí, como de costumbre, haciendo gala de que a mis treinta y seis años me sigo comportando como una veinteañera avergonzada de la vida porque es que soy así. Total, que cierro la aplicación, y a los pocos minutos, otra notificación de mensaje.

«¿Me mandarías una foto de ellos sin zapatos?»

¡Coño! ¡Que lo de la chica del vídeo era real! Claro, en ese momento yo pensé: ¿qué interés pueden tener mis pies? ¡Si son pies! Pero amigas, a todas nos remueve algo por dentro: hay personas a las que unos ojos azules les derrite el cerebro, otras a las que un pecho firme y turgente les vuelve locas, y a mí los abdominales y el pecho hinchado de Henry Cavill me derriten las bragas. Así que, ¿qué hay de malo en que a alguien le gusten los pies? Nada, solo que a mí, mis pies, pues no me dicen nada, solo «hola, aquí estamos, por favor deja de torturarnos» cuando me doy caminatas. Así que decidí seguir con la conversación, porque a ver, una es opositora y adicta al maquillaje y a los libros, y eso no se paga solo.

«Claro, pero eso tiene un precio».

De perdidos, al río. ¿Qué podía perder? El tipo en cuestión no me conocía de nada, y total, el no ya lo tenía asegurado, así que…

«¿Cuánto?».

Pues no iba a ser un no. Así que, a partir de aquí, hablamos un poco, acordamos precio —que yo tenía cero idea de estas cosas, y aunque me regateó, llegamos a un acuerdo—, y al final me saqué 40€ por enviar dos fotos de mis pies, una con zapatos y otra sin ellas, y entendí que ese submundo del fetiche en las aplicaciones de segunda mano no es ningún cuento, y que puede ser bastante lucrativo. No ha vuelto a pasarme desde entonces, también os lo digo, y mis pobres zapatos siguen ahí a la espera de que alguien los quiera, pero esta experiencia —y lo amable y educado que fue el tipo—, no me la quita nadie.

 

Nari Springfield.