Estoy pasando una mala racha en cuanto a salud se refiere. Muchos médicos, pruebas y análisis para descartar, confirmar y para analizar la evolución de las tantas cosas que me han ido encontrando. Como consecuencia, me estoy tropezando a todo tipo de personas: profesionales que te hacen sentir cómoda y respetada, como mujer y paciente; y otros -por fortuna, minoría- que deberían volverse a la cueva de la que se escaparon. Quiero centrarme en uno de ellos, pero podría escribir una saga literaria con las experiencias que reúno entre todos los neandertales.

El tío del TAC

Me he hecho muchos escáneres a lo largo de mi vida. Con y sin contraste. Me sé el protocolo como si lo hubiese redactado yo misma. No llevé nada metálico, salvo el botón de mi pantalón vaquero; y me hice un test de embarazo, por si acaso la pastilla anticonceptiva con tanto medicando no estuviese funcionando. Llegué puntual y le expliqué al tipo que no necesitaba desnudarme, que sería suficiente con bajarme un poco los pantalones vestía. Insistió por activa y por pasiva que debía quitarme la camiseta, cuando no llevaba sujetador y no me dio ninguna bata. Me negué y empezó llamándome “estrecha”: “¡No seas estrecha!”, exclamó. Seguí negándome y él continuó con los comentarios: “Ni que me fuese a asustar, con la de tetas que veo al día”.

No me quité la camiseta y me tumbé en la camilla de la máquina. Como el escáner era de abdomen, tuve que bajarme el pantalón. Nadie le pidió ayuda, pero él se “ofreció”. Tiró y tiró, pero entre la postura y que los pantalones eran ajustados, costó bajarlos. Me convertí en el chiste con patas que ocasionaba su risa de imbécil: “Deberías comprarte pantalones de tu talla”. Sin darme cuenta, me excusé: “He sido madre y aún no he recuperado mi peso”. No se conformó: “Quizá tienes otro niño dentro”, “Aprovechaste el embarazo para comer por dos”. Chorradas y más chorradas.

La gota que colmó el vaso

Me hice la prueba y, al tocar vestirme, volvió a “ofrecer” su ayuda. Le rechacé de malas maneras y el punto de las bromas aumentó de nivel: “Si quieres te traigo la grúa de que usamos con los abuelos”. Ahí ya contesté mal. Fatal. Lo envié a la mierda porque no se me ocurría ningún lugar más cercano, y ya cayó en el chiclé: “Anda, anda, no seas amargada. Que entre los pantalones que no bajan y tu carácter, no vas a volver a follar en la vida”.

Salí de la estancia radioactiva directa a recepción, donde presenté una reclamación contra este señor.

Por si sirve de dato, uso una talla 36 de pantalón. Antes del embarazo estaba en la 34 y con mil problemas de salud por trastornos de la conducta alimentaria. Imaginaos el flaco favor que me hizo.

Bonus extra

La visita al traumatólogo también merece un pequeño comentario. Me mandó a desnudarme y yo no tenía las piernas depiladas. A decir verdad, nunca he sido una obsesa del vello corporal. No he tenido que deconstruirme con los años: si es invierno y no voy a usar vestidos, tampoco me voy a depilar por visitar al médico. Al traumatólogo le sentó mal mi decisión: “Ya podrías ser un poco más limpia”, me soltó. Yo venía recién duchada, pero mis pelos le parecieron antihigiénicos; en cambio, los de sus orejas y nariz estaban “lavados con Perlan”, no jodas.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.