Adela llevaba por aquel entonces algunas semanas extremadamente sensible. A sus 13 años recién cumplidos parecía que estaba entrando directa en la edad del pavo, y yo no podía hacer otra cosa que preocuparme. ¡Santo cielo! ¡¿YA?!

Seguramente muchas reconocéis esa etapa. Sentirte una incomprendida por todos y todo lo que te rodea, evadirte y encerrarte en tu cuarto para pensar en tus cosas (que, por descontado, son lo único que importa en el mundo), responder con gruñidos o con miradas desafiantes a todo aquel que quiere penetrar en tu burbuja… Adela, esa niña dulce y cariñosa que yo había criado, parecía ahora una marioneta de sus alocadas hormonas.

Pero si os cuento esto no es para que os apiadéis de esta madre desquiciada, sino para contaros esa anécdota que en nuestra casa se vuelve protagonista de todas las sobremesas. Y os puedo jurar que en muchas de ellas es la propia Adela quien la cuenta.

Viajemos entonces a aquel verano en el que mi hija descubrió que era ella contra el mundo. Debo decir que yo no lo llevaba nada bien puesto que no me imaginaba que esa etapa llegase tan pronto, así que di por hecho que lo que tenía mi hija era ‘mucha tontería’. Discutíamos día sí día también por absolutamente todo: que si la ropa, que si la comida, el desorden de su cuarto… Mi hija me retaba con todo lo que yo le proponía y yo respondía firme y, digámoslo todo, con muy poca empatía.

Y en medio de toda esa vorágine de reproches y discusiones llegaron nuestras vacaciones. Como cada verano nos fuimos a un camping en la costa, un sitio donde nuestra hija ya tenía su grupo de amigos y nosotros podíamos desconectar tirándonos en la playa todo el día. Claro que no imaginamos que aquel verano, Adela, tenía otros planes bien diferentes. De entrada no nos permitió que la ayudáramos a hacer su maleta, repitió por activa y pasiva que ella se valía sola para hacerlo y que no nos necesitaba para nada. Me planté y le dije que todo bien, sus vacaciones, su maleta.

Ya cuando llegamos al camping Adela se fue directa a su habitación del bungalow y se encerró allí sin dar muchas más explicaciones. Mi marido y yo organizamos el resto durante algunas horas hasta que el calor sofocante nos pudo y decidimos dejarlo para ir a darnos un chapuzón a la piscina. Fue él el que se dirigió entonces al cuarto de nuestra hija (o más bien a su puerta) para invitarla a acompañarnos. En respuesta ella emitió uno de sus clásicos gruñidos y acto seguido entreabrió la puerta dejando a la vista una pequeña habitación repleta de pósters pegados en las pareces de madera.

adolescente camping

Quise gritar, pero mi marido me miró pidiéndome un poco de serenidad, respiré hondo dos segundos y solo pregunté a qué venía todo aquello. Pero Adela, lejos de dar más explicaciones, solo dijo que ella ‘pasaba de piscina’. Fue entonces cuando nos dimos cuenta del atuendo que se había plantificado nuestra hija: pantalones negros de pana, camiseta interior de cuello vuelto y un jersey negro de larguísimas mangas. 40º a la sombra.

Tenía que estar cociéndose ahí dentro, era imposible por muchas hormonas que se interpusieran que su cuerpo soportase aquella ropa con la que estaba cayendo. Su padre solo le recomendó que quizás era mejor idea un bañador y unas chancletas, pero Adela se repeinó el flequillo que le cruzaba de lado a lado toda la frente y le dijo que así estaba perfecta.

No recuerdo un verano en el camping con más calor que el que pasamos aquel año, como tampoco puedo olvidar los looks de Adela día a día. A cada cual más oscuro, pana, lana, suéteres… Si es que la mirabas y se te subía la fiebre de pensarlo. Me empecé a preocupar por los motivos que habían llevado a mi hija a vestir así nada más llegar al camping. Quizás tenía algún tipo de problema por cómo veía su cuerpo y solo quería taparlo, alguna inseguridad a ponerse en bañador o algo por el estilo. Intenté sacar el tema con ella en varias ocasiones durante los primeros días de vacaciones pero Adela solo me decía que ella no tenía ningún problema con su cuerpo y que solo le gustaba vestir así.

No sabéis lo que es estar en la playa con todo el solano pegando fuertemente y verla a ella leer debajo de un árbol arropada como si estuviera en pleno invierno. Aquel cambio de estilo de Adela me había pillado completamente por sorpresa pero es que ni tiempo nos había dado a reaccionar, fue como si el cambio de provincia de Cuenca a Valencia hubiera hecho un click en la cabeza de nuestra hija.

Pasaron unos 5 días hasta que descubrimos aquel pastel. En serio os digo que escuchar a la propia Adela, que ahora tiene 25 años, contando esta historia merece muchísimo la pena. Ella misma es a día de hoy consciente de lo durísima que puede ser la adolescencia y de las jugadas que nos hace pasar demasiado a menudo.

Resultó que aquel día como cada mañana íbamos cargados como burros para pasar la mañana en la playa. Mi hija, como no, con sus zapatillas, sus pantalones negros bien largos y su jersey oscuro. Estábamos ya saliendo por la que era la entrada del camping cuando vimos que a Adela se le descolocaba del todo el gesto. Nos acabábamos de cruzar con un coche que accedía al recinto y ella se quedó tiesa del todo, roja como un pimiento morrón. Pensé de verdad que le estaba dando un vahído del calor y me acerqué a ella con ese discurso típico de madre que se las sabe todas. Y según le estaba empezando a decir que con aquella ropa no se podía esperar otra cosa, Adela me miró y me dijo que pasaba de playa. Giró y se fue directa al bungalow dejándonos allí a su padre y a mí con cara de idiotas.

Cuando llevaba una hora en la playa me sentí la peor madre del mundo y decidí volver al camping para ver si todo iba bien con Adela. Me acerqué a nuestra pequeña cabaña pero allí ella no estaba, empecé a pasear por el inmenso recinto y pronto la encontré sentada en un banco frente a otro de los bungalows, aferrada a su ya típico libro. Según me fui acercando ella se dio cuenta de que yo estaba allí y solo gruñó para pedirme que me volviera a la playa. Yo no entendía nada. Me senté a su lado y las dos miramos a aquella caseta de madera, por mi parte no comprendía qué era lo que estábamos haciendo.

Se hizo el silencio y a los pocos minutos vi salir del bungalow a un chico alto y delgado. Vestía con un pantalón de pana negro, una cadena metálica colgaba de su cinturón y llevaba los ojos pintados. Miré entonces a Adela que volvía a tomar ese color rojizo que ya nos había enseñado a la entrada del camping.

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Me pidió que me fuera de allí y yo, que otra cosa no, pero sé cuándo sobro, me levanté y volví a la playa con una extraña sensación en el cuerpo. Aquel chico me sonaba, claro que me sonaba, como que era uno de los habituales cada año al camping. Lo único que había crecido algo así como un metro y medio y había pasado de niño gritón a chaval místico cantante de un grupo punk. Y sí, Adela estaba loquita por los huesos de aquel chico de aspecto extraño al que claramente había seguido a través de alguna red social de la época.

Quizás lo mejor de esta historia fueron los días posteriores a la llegada del chico punk. Álvaro hacía su vida en el camping mientras Adela lo miraba mística perdida desde aquel banco. No se atrevía a acercarse a él, solo lo acechaba pensando en quién sabe qué, poniéndose roja como un tomate. La propia Adela siempre dice que en su cabeza creaba historias de cómo Álvaro un buen día salía de su cabaña para decirle que sí, que verla allí cada día sudando la gota gorda, lo había enamorado del todo y que podía ser buena idea irse juntos a cantar un tema emo clásico de finales de los 90.

Temí que cualquier día los padres de Álvaro llamaran a la dirección del camping para quejarse por la espía que se había instalado frente a su bungalow, pero lejos de eso, una tarde en la playa su madre se acercó a mí sonriente para decirme lo que era evidente: Adela estaba enamorada. Aquella mujer encantadora me contó que su hijo estaba en el mismo plan que mi pequeña, solo que su ensimismamiento le hacía no ser consciente de lo que pasaba con Adela. De vez en cuando le sacaba el tema pero él solo se ponía igual de rojo que mi hija y le pedía que dejase de decir tonterías.

Y así, como si de dos niñas nos tratásemos, decidimos que aquello no podía seguir así. Que sí, que Adela era todavía una niña y Álvaro solo tenía un año más que ella, pero lo suyo era que ambos pudiesen disfrutar aunque fuera algunos días de su misticismo juntos. Al día siguiente le pedí a Adela que saliese corriendo al supermercado del camping unos minutos antes de que cerrasen pidiéndole cualquier tontería que me corría prisa. La madre de Álvaro hizo lo mismo, y pocos minutos antes de las 22:00 allí que salieron ambos quejándose malhumorados por haber tenido que abandonar sus cuevas.

Solo hizo falta la ayuda de María, la gerente de la pequeña tienda, para que Álvaro y Adela empezasen a hablar. Justo cuando los dos esperaban para pagar, María se acercó a la puerta con la excusa de ir bajando la persiana y desapareció durante un rato mientras nuestros hijos permanecían petrificados uno delante del otro, ambos con el rostro descolocado. No sé si fuimos las peores madres del mundo, pero lo que sí conseguimos fue que apenas media hora después, aquel dúo vestido de negro saliese de la tienda comentando lo raro que había sido todo. Desde esa noche, y en adelante los siguientes 10 días de nuestras vacaciones, nuestra hija ya no acechaba el bungalow de Álvaro, sino que esperaba a que saliera para, entre los dos, ponernos verdes a nosotros.

Era evidente que se gustaban, aunque Adela siempre nos ha jurado que aquel verano no pasó nada más allá de criticarnos a todos y entenderse mutuamente. Para cuando terminaron las vacaciones el drama fue tal que mi hija prometió escribir una docena de canciones sobre la muerte, los cuervos y los fantasmas de la depresión. Que no cuando el pánico, se le pasó tan solo unos días después, en cuanto pudo disfrutar del tiempo con sus amigas de toda la vida.

Son cosas de la edad, todas lo hemos pasado, pero desde el punto de vista de una madre… ¡qué complicado es todo!

Fotografía de portada