Chus y Alejandro se habían conocido de niños. No habían sido muy amigos, pero cuando, muchos años después, se reencontraron, su pasado común los llevó a charlar más de lo que lo haces con una persona con la que no has comido tierra de pequeño. Se enamoraron, se volvieron locos y, tres años más tarde, se casaron por todo lo alto.

En aquella boda tan romántica, Alejandro había pronunciado los votos de boda que cualquiera querría que le dedicasen. Él juraba su amor a “su rubita” diciendo cuanto se alegraba de ser correspondido, decía que le fascinaba poder tener fotos de ellos juntos siendo muy críos, para poder enseñárselas a sus futuros hijos y ver a quien de los dos se parecen más.

Pero los planes del destino nunca son como se espera que sean y al poco tiempo de casarse, Chus empezó a sentirse mal. Al principio creyeron que serían malestares por un embarazo, pero enseguida se descartó esa posibilidad. También le hicieron analíticas y alguna que otra prueba, pero no buscaban en el sitio correcto. Ante una paciente joven, deportista y, hasta el momento, sana, buscaban una anemia, alguna bacteria estomacal… Nadie esperaba que un cáncer de estómago estuviese creciendo tan rápido como una mala hierba.

Como es lógico, la noticia fue un shock para todo el mundo. Además de que Chus era una chica muy querida, ¡acababa de cumplir 31! No era justo que, todavía empezando su vida, se viese truncada de esa forma.

Le hicieron varias propuestas de tratamiento. Ella debía elegir el abordaje que quería que le hiciesen. Todavía estaban a tiempo de ser conservadores y ver cómo evolucionaba, aunque quizá sería más efectivo un abordaje agresivo con la posibilidad de una curación más rápida, aunque con muchos más efectos secundarios. Ella no sabía qué hacer. Sentada en aquel despacho frente a una oncóloga muy amable e incluso cariñosa, agarraba la mano de Alejandro y la apretaba, estirando un poco pidiendo ayuda. Él, con la otra mano se tapaba los ojos, como si le doliese la cabeza. Parecía tan afectado… Solamente acertaba a decir “No sé, lo que tu quieras”. La oncóloga le dijo que no debía tardar en tomar una decisión, pero mientras le hacían las últimas pruebas de imagen más precisas, podía ir pensando qué preferiría hacer, en caso de finalmente poder elegir.

Al salir de la consulta, Alejandro salió primero, como con prisa. Cuando Chus lo alcanzó, éste contestó una llamada de teléfono ignorándola por un segundo. Entonces lo escuchó charlar con un amigo sobre los resultados de los partidos de fútbol que se habían celebrado el día anterior. Chus, atónita, esperó a que colgase el teléfono y después se acercó de nuevo a su marido. Le dijo que entendía que estuviera confuso, que se sintiera mal, pero que debía afrontar lo que estaba pasando y que debía ayudarla. Él la interrumpió. “¿Has visto esta llamada? Es lo que me debería de preocupar a estas alturas de mi vida. Si mi equipo gana o pierde, si la empresa me da los días que me debe, si me voy de vacaciones a la nieve o a una casa rural… No qué tratamiento elegir para el cáncer de mi mujer. Eso no pasa a esta edad. En la salud y en la enfermedad si, pero la enfermedad debía llegar mucho después. No me ha dado tiempo de vivir un matrimonio feliz, de saber si realmente quiero tener hijos…. Yo no quería esto”.

Chus tuvo ganas de decir que ella tampoco lo quería, que parecía que le estuviese echando la culpa. Pero entonces recordó que sus quejas fueron formuladas en primera persona de SINGULAR. En ningún momento habló de las vacaciones de ambos, ni de las decisiones que tomarían. Él era un niño caprichoso al que se le había roto el juguete el primer día y estaba frustrado. Por el amor que le tenía, decidió darle dos días, hasta su próxima prueba, para reaccionar y ver lo que realmente tenían entre manos.

Ese día ella llegó al hospital temprano. Él debía salir desde el trabajo para allí por su cuenta. Estaba nerviosa. Ese día se sabría si su enfermedad tenía o no buen pronóstico y si su matrimonio tenía o no salvación. La prueba salió bien. El tumor era más pequeño de lo que parecía y no afectaba a vasos importantes. Había posibilidades de operar y seguir un tratamiento posterior poco invasivo, si todo salía bien. Su matrimonio, por otro lado, no salió tan bien parado. La prueba de imagen más clara fue esa. Él no apareció. Ella ni siquiera lo llamó.

Al llegar a casa no le sorprendió no encontrar su ropa ni sus discos. Solamente una nota sobre la mesa que decía “Espero que te recuperes”.

Seis meses más tarde, con contacto 0 desde el principio y el divorcio firmado a través de los abogados, Chus podía hacer una vida casi normal. Tenía revisiones cada mes y tomaba un tratamiento preventivo, pero el tumor (en principio) había sido eliminado. Tenía claro que el tumor más grande que se había quitado era ese matrimonio horrible con un hombre tan egoísta y caprichoso. Y así se lo hizo saber cuando, al saber que ella estaba bien, la llamó para pasar juntos un fin de semana y ver si podían arreglarlo todavía. Alejandro perdió a muchos amigos, su propia madre le retiró la palabra al saber que había dejado a Chus en la estacada sabiendo que podría morir. Ahora es él quien cayó en desgracia, solo que a nadie le da pena.

Luna Purple.

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