A los diecinueve años conocí al que fue el gran amor de mi juventud, y durante muchísimo tiempo estuvimos lejos e incomunicados porque no había tantas facilidades para mantener el contacto. Como éramos ambos muy jóvenes y empezábamos nuestras andaduras profesionales, no teníamos tampoco posibilidad de viajar a menudo para vernos.

Cuando los primeros chats y esas cosas cogieron fuerza y volvimos a hablar, llevábamos más de diez años sin saber nada el uno del otro, y aunque los sentimientos parecía que seguían intactos, lo cierto era que yo le notaba raro, sobre todo cuando llamaba o iniciaba él el chat. Otras veces, cuando era yo la que lo hacía, solía cortarme pronto diciéndome que tenía prisa u otras cosas que hacer, y se despedía rápido y sin demasiados miramientos.

Llegó el verano, yo ya tenía un trabajo bueno y ganaba muy bien, así que decidí que iba a verle y antes de darme cuenta, nos estábamos reencontrando.

El abrazo fue de película, había pasado mucho tiempo y los dos nos habíamos quedado enganchados de aquel sentimiento de cuando éramos unos críos, pero al cabo de un par de horas las cosas se empezaron a torcer. Sudaba mucho, de acuerdo que hacía calor, y se irritaba con mucha facilidad por tonterías como un peatón imprudente u otro conductor que se había acercado demasiado. Encendía un cigarrillo detrás de otro, mordía una tableta de chocolate compulsivamente, a veces hacía ambas cosas a la vez, y recibía y hacía llamadas casi cada cinco minutos que hacían que se alejara de donde yo estaba. Ponía la música a todo volumen, bailaba solo como si estuviera en trance, se me echaba encima y me besaba como si se fuera a acabar el mundo y follábamos como si nos hubieran dicho que iba a ser la última vez. Todo muy intenso.

Yo lo achacaba al estrés de su trabajo y la ciudad en la que vive, visto ahora a toro pasado, fui bastante inocente y ciega a la realidad. Cuando un día le pregunté abiertamente qué le pasaba, porque estaba cabreado a nivel máximo y no atendía a lo que yo le estaba diciendo, se sentó en el suelo y se echó a llorar.

Me confesó que llevaba apenas dos meses “limpio”, que había estado recluido en un centro de desintoxicación durante casi un mes porque hacía más de veinte años que era adicto a la cocaína, al alcohol, al juego, al sexo y a todo tipo de pastillas. Me dijo que sentía miedo de decírmelo y me suplicó que no le abandonara porque yo era lo único “verdadero y decente” que le había sucedido jamás.

De entrada me lo tomé bastante bien y no me preocupé demasiado, eran temas que yo conocía pero en los que nunca había estado metida, y pensaba que tampoco sería para tanto, máxime ahora que lo había dejado y que su intención de continuar así era firme. Pero la rehabilitación de alguien así es muy dura, muy intensa, en su gran mayoría los adictos son personas muy sensibles que en un momento dado se rompen y caen en todo lo que les ayude a evadirse de la realidad, y la vuelta a ella les ahoga y amenaza constantemente. Y yo ni era (ni soy) terapeuta ni sabía cómo debía actuar ante sus cambios de comportamiento y ánimo, varias veces incluso en el mismo día.

En su favor he de decir que lleva otros veinte años sin haber recaído, pero en el camino se dejó un matrimonio, anterior a nuestro reencuentro, un hijo que ha ido recuperando poco a poco y, por descontado, a mí. Cuando por fin ambos nos dimos cuenta de que yo no iba a poder con aquello, porque su personalidad tan variable me desbordaba y me estaba destrozando por completo, primero me alejó él por mi propio bien. Después me terminé de ir yo, justo a tiempo cuando estaba a punto de engancharme a los ansiolíticos y los antidepresivos que ya empezaba a consumir para sobrellevar toda aquella situación y el amor ciego que le tenía y que se me había vuelto en contra.

Pandora