Érase una vez una mujer que se dio cuenta de que sus hijos estaban entretenidos jugando juntos y bajo la supervisión de su padre, así que decidió darse un baño tranquilo. Breve, pero tranquilo.

Entró en casa y tropezó con unas chanclas tiradas en medio del pasillo. Las recogió, las llevó al zapatero y, una vez allí, se encontró con que alguien, probablemente alguien bajito y que buscaba su chaqueta rosa, había dejado en el suelo tres cazadoras y un chubasquero.

Después de colocarlas en su sitio se dirigió a las escaleras y vio por el rabillo del ojo que la ropa que había recogido del tendal seguía sobre la mesa del comedor, de modo que, ya que subía, podía dejarla en las habitaciones. De hecho, ya que estaba arriba tampoco tenía sentido dejarla encima de las camas, así que guardó toda la ropa en los armarios y cajones.

Cerró el cajón tras guardar el último par de calcetines, dio un paso atrás y casi se mata porque pisó un camión sorprendentemente resistente. Pues ya de paso recogió el camión, tres playmobil, un dinosaurio, dos folios y veinticuatro rotuladores.

Estaba a punto de abrir el grifo cuando vio un pañal usado encima del lavabo, lo cogió, puso el tapón de la bañera y, escuchando el agua correr, fue a tirar el pañal y aprovechó para bajar ropa sucia y poner ya una lavadora que podría tender después de acostar a los niños.

Introdujo en el tambor la penúltima cápsula de detergente y paró en la cocina para apuntarlo en la lista de la compra que haría al día siguiente. ¿Qué era lo otro que tenía que apuntar? Ah, sí, aceite de oliva. Lo añadió a la lista, echó un vistazo a la nevera y las alacenas y terminó por anotar doce cosas más.

¡El agua! Que se va a salir… Corrió al baño y cerró el grifo cuando la bañera ya estaba por más de la mitad. Espera, no hay toallas. Salió de nuevo al dormitorio, cogió una del armario del pasillo y al entrar vio en el reloj de la mesilla que ya era tarde, si no quería pasarse de frenada con la hora límite de dormir a los niños, tenía que preparar y poner el pescado en el horno.

Bajó corriendo, cubrió el pescado de romero, lo regó con el último chorrito de aceite de oliva que quedaba en la botella y preparó en un bol agua y leche con sal. Esa noche Maggi le quería ayudar, aunque fuera con la guarnición, así que el puré sería de bolsa. Encendió el horno para precalentarlo y pensó que su momento de relax acaba de menguar aún más, pero todavía era posible.

Subió las escaleras de dos en dos, cogió unas bragas y un pijama compuesto por leggins rotos por la entrepierna y una camiseta de lactancia de Minnie Mouse que nunca usó en su momento, pero que ahora ya gritaba a los cuatro vientos que la había comprado para el nacimiento del mayor de sus hijos.

La mujer estaba en bolas, recogiéndose el pelo en un moño alto, porque había renunciado a lavárselo como está mandado, y con un pie dentro del agua templada cuando unas manitas chiquitinas y sucias abrieron la puerta.

Hola mami. ¡Qué guay! ¿Hoy te bañas con nosotros?

Retiró el pie del agua, lo secó directamente en la alfombra, se vistió y, después de meter la bandeja en el horno, bañó a dos niños llenos de barro de pies a cabeza en aquella bañera a tope de las sales que le habían dado como recuerdo de la boda de su prima. Cruzó los dedos para que las sales no caducaran y no les diera una reacción alérgica a los peques.

Érase una vez una mujer que se reía de sí misma por haber sido tan ilusa como para imaginarse metida en el agua, oliendo a lavanda, disfrutando del silencio, aunque fuese por cinco míseros minutillos. Qué inocente.

Érase una vez una mujer que se reprendió por ello y se prometió intentar sacar el tiempo para darse ese baño pospuesto indefinidamente, leer un par de capítulos del libro que llevaba seis meses criando polvo en la mesita de noche o pintar mandalas con los lápices y cuadernos que se había autorregalado por Navidad antes de dar a luz por segunda vez y que no había llegado a estrenar.

Érase una vez una mujer que, cansada como una mula, leyó un cuento a su hijo mientras su marido hacía lo propio con su hija. Que limpió la cocina mientras él recogía y metía cacharros en el lavavajillas. Que mientras tendía la ropa pensaba cómo narices se había metido en ese día de la marmota que era la vida con hijos.

Que recordó, riéndose sola, la contestación que le había dado la niña esa mañana.

Que pensó complacida en la madurez y valentía con las que el niño estaba afrontando los cambios en el colegio.

Que se dijo que, en cuanto terminase, pasaba de la tele y se daba por fin el baño que se había prometido.

Que lo que hizo fue dejarse caer con todo su peso al lado de su compañero de vida en el sofá y, aunque no compartieron más que unas palabras, cruzaron una mirada cómplice y se chocaron los pies sobre la mesa en la que los apoyaron agotados, en un movimiento que se hace en un segundo, pero que significa y dice tantas cosas que solo ellos saben…

Que puso una serie que tenían a medias, pero a la que, en realidad, no hacían mucho caso.

Que se durmió antes del final del capítulo, serena, feliz y orgullosa de su vida y de la familia que habían formado.