Hacía muy poco que mi marido y yo nos habíamos separado. Tras varios intentos de reconducir nuestra relación, por nuestro bien y por el bien de los niños, sobre todo, decidimos hacer nuestros caminos por separado. La verdad que fue una decisión dura de tomar, pero muy muy meditada. Hacía ya más de un año que no estábamos bien, que solo el cariño por los tiempos pasados y la vorágine de los días, los trabajos y los niños nos hacían seguir juntos.

Durante el verano, tras una discusión, yo me había ido con los niños. No aguantaba más y me fui. Al principio se enfadó como si fuera una discusión más, luego me reprochó mil cosas que no venían a cuento, pero cuando se dio cuenta de que era real, comenzó la reconquista. Después de años odiando la música que me gustaba y enfadándose si la ponía (en el coche, en casa, en cualquier sitio que no fueran unos auriculares) se aprendió todas las canciones de mi grupo favorito y me compró entradas para ir a verlo.

Cada vez que iba a buscar a los niños venía con algún detalle. Me ofendía más de lo que me gustaba, ya que solían ser relacionados con gustos míos que él ridiculizaba normalmente y, sobre todo, porque eran cosas que no había hecho desde poco después de empezar a salir, 10 años atrás. Pero, a medida que iba pasando el tiempo, a pesar de que me seguían irritando sus reacciones a algunas cosas, empecé a echar de menos nuestros momentos más especiales. Las noches que podíamos pasar tiempo juntos al acostar a los niños, las tardes en familia… Y volví a casa cuando el frío estaba a punto de volver. Y me equivoqué.

Pues lo que tanto echaba de menos no era a él, era una situación y, por todo el desgaste anterior, ya no podía volver a ser igual. Vi que aquellas tardes familiares ocurrían, con suerte, una vez al mes, sin embargo, las discusiones por absolutamente casi todo lo que ocurría en el día a día amenazaban con regresar. Esta vez avivadas por un nuevo combustible que antes no solía existir: Los Celos.


Durante ese verano que estuvimos separados, mi amigo de toda la vida me había apoyado, como lo había hecho cada vez que el desamor llamaba a mi puerta desde que nos conocimos a los 16 años. Mis amigas más cercanas a penas estaban disponibles y yo me sentía muy perdida. Cumpliendo 30 años, con dos hijos, un trabajo que odiaba y no me daba para vivir sola, una rutina de mierda donde solo podía ser madre a tiempo completo y descansar para ser esclava unas horas al día por cuatro duros.

Mi vida social hacía aguas ya ni sabía desde cuándo, las posibilidades de un trabajo mejor, estando sola, se reducían cada vez más y yo veía que ya no era tan joven, ya no era tan libre, y no había conseguido nada para mí, algo como persona individual con intereses y ambición. Nada. Sin embargo, mi amigo me sacaba de todo eso unas horas. Íbamos a sitios, a ninguno, a todos, daba igual, solamente paseábamos y hablábamos de cosas que solamente podían hacernos reír. Supongo que es fácil sentir celos de quien consigue sacar una sonrisa a quien lleva años siendo solamente una sombra. Pero él era él, el mismo de siempre, ese amigo cariñoso del que, si no lo llamas tú, no sabrás nada en meses; ese al que le dices que la vida te pesa y, entre risas y despreocupación, lleva una parte de tu carga a escondidas.

Cuando volví a casa todo empezó en un punto peor, empezó con desconfianza, celos y reproches. Y en estos casos, cuanto más expliques, peor es… Así que me cansé de decir que él era solo un amigo. Tanto lo repetí, que empecé a dudar. La vida nos comió de nuevo y la convivencia se hizo insoportable. Más todavía después de haber pasado un verano de risas y despreocupación. Y no pude más. Y escapé de nuevo. Pero esta vez, la idea de que mi amigo viniese a rescatarme de mi misma me hacía demasiada ilusión. Creía que tanto mi marido me lo había vendido como mi amor verdadero que me lo estaba sugestionando él mismo. Pero nos vimos una noche en que yo no podía más. Él me sonrió y una arruguita en sus ojos hicieron de esa sonrisa un faro que me señaló el puerto en su boca. No lo pude evitar y lo besé. Se sorprendió tanto como yo, pero lo deseó tanto como yo también…


Unos meses más tarde estaba ayudándome a convertir el viejo piso donde solía vivir con mi marido en un nuevo hogar sin mi él, pero no incompleto. Mi madre y mis amigas me decían cada día lo duro que debía ser para él estar recogiendo los recuerdos de toda una vida, me decían que debía guardar mi duelo para mí, y les hice caso sin esfuerzo ya que, al estar tan feliz con mi nueva relación, no tenía tiempo de sentir pena, solo alivio. O eso creía.

Hasta que un día, tras dos semanas recolocando habitaciones, estanterías y demás, entré en la cocina (si, fue la cocina la que me hizo romperme). Allí habíamos enseñado a mi hijo mayor a comer solo, habíamos dado la primera fruta al pequeño, habíamos reunido (poco, muy poco) a nuestra familia. Pero además, en aquella nevera se encontraban los imanes de cada viaje, excursión o aventura que habíamos vivido juntos. Solos, con los niños, por separado… Aquella nevera era el muestrario de nuestros momentos especiales. Comencé quitando los que habíamos comprado sin los niños, luego solo dejé los que nos habían regalado mis amigas, luego todos, luego volví a poner unos pocos y… Nada tenía sentido. Aquella caja donde los guardaba se estaba llevando un proyecto de vida, una ilusión, mil recuerdos, ¡el amor!

Porque, fuera como fuese ahora, yo lo había amado y él a mí. Y todo me golpeó en la cara cuando menos lo esperaba, sin dejarme otro remedio que llorar como una niña pequeña que se ha perdido entre la multitud. Lloré y lloré, pataleé y sollocé y, sobre todo, pedí perdón. Pero él parecía haber guardado un discurso para ese momento:


“No era normal estar tan entera, amor. Era tu marido. Aun lo es. Han sido muchos años y todas las vivencias más importantes de tu vida han sido con él, ¿cómo no te va a doler? ¿cómo no te va a dar pena?” Yo seguía pidiendo perdón porque él no debía verme así por otro hombre. “Y si no es conmigo ¿con quien lo harás? ¿Quién abraza tus miedos mejor que yo? Ahora sé que te quiero y que no es los mismo que era, pero es más, no menos. Te amo, pero sigo siendo tu amigo, el que te apoya y te escucha. Si no lloras ahora, ¿Cuándo lo vas a hacer? Llorar también te hace fuerte. Así que no hables y llora, por favor” Y ahí pasé mi tarde, llorando en su hombro las lágrimas de otro amor. Entonces supe que era él. No me había equivocado. Era él y siempre lo sería.

 

Relato escrito por Luna Purple basado en una historia real