¿Habéis oído hablar últimamente del concepto ‘’dieta de recorte’’? Básicamente, consiste en comer lo que comes habitualmente, pero recortando la ración. No es nada nuevo; a mí, mi madre me la ha estado imponiendo durante toda la vida.

Incluso en épocas en las que tenía un rendimiento físico bastante elevado por estar en un equipo deportivo, mi madre a mí me ponía menos comida. Alegaba que es que yo no dejo de comer hasta que no veo el fondo del plato y que tengo tendencia a la celulitis y a engordar. Incluso me presionaba para que hiciese ejercicio fuera de los entrenamientos porque no tenía el vientre plano.

Ojo, ella nunca dejó de fumar, ni puso pegas jamás a que mi hermano tomase para desayunar un cuenco de cereales con colacao, dos napolitanas de chocolate y un monster. Esto se debía a que mi hermano y ella siempre han sido muy delgados y yo no. Y según mi madre, la delgadez es salud.

Si la cosa ya era así cuando hacía deporte, os podéis imaginar cómo se pusieron cuando dejé el equipo. Claro, gané peso y mi entorno, lejos de verlo como algo normal, me machacó con que no podía ‘’descuidarme’’ ahora. Decían que tenía que reducir la cantidad de comida que tomaba y, por supuesto, seguir haciendo deporte.

Así, me vi forzándome a hacer ejercicio en casa aunque no me apeteciera. Me sentía culpable si me tomaba un refresco y unas patatas fritas un día puntual e intensificaba el entrenamiento para perderlo cuanto antes, sintiéndome débil y creyendo que no tenía fuerza de voluntad. Comprarme ropa nueva era un suplicio, pues si tenía que comprarme alguna prenda de una talla más grande, mi madre me lo echaba en cara. Y si podía, me obligaba a posponer la compra hasta que perdiese volumen suficiente como para entrar en mi talla habitual. Por eso no era de extrañar que caminase siempre con la cabeza agachada y medio encorvada, sin mover los brazos al andar para no llamar la atención y tratando de ocupar el menor espacio posible. Cosa que también me echaba en cara, pues decía que me iba a fastidiar la espalda y que tenía que corregir mi postura.

Hará algo más de un año que me fui a vivir con mi pareja, y desde entonces he ganado algo de peso, sí, pero, ¿sabéis qué? Estoy más guapa que nunca, y la primera que lo reconoce es mi madre. Ella cree que es porque estoy muy feliz con mi chico (que también), pero lo cierto es que desde que me fui, mis hábitos han cambiado mucho y mi salud ha mejorado notablemente.

Para empezar, ya no tengo ataques de tos y de asma por culpa del olor de su tabaco. Además de eso, ahora como lo que me apetece cuando me apetece. Y no, no hablo de darme atracones ni de comer poco saludable. De hecho, he aumentado la cantidad de ‘’verde’’ en mi dieta y me siento mucho mejor y con más energía. Pero sí que he aprendido a no sentirme culpable si me como una hamburguesa o unas croquetas.

También ha cambiado mi relación con el deporte, ya que he conseguido dejar de utilizarlo como herramienta de cambio y de castigo y he vuelto a disfrutarlo. Cosa fácil si dejas de centrarte en perder grasa en tal zona o tonificar tal otra y te centras en hacer algo que disfrutes y que te haga sentir bien.

Como consecuencia de todo esto, empecé a verme mejor, a vestir como me gusta y a pisar con seguridad por la vida, con la cabeza bien alta y la espalda erguida. Sí, he ganado peso, pero mis analíticas están mejor que nunca y yo me siento estupenda y me veo divina de la muerte. Resulta que estoy mucho más sana y más guapa que cuando estaba más delgada que ahora. Me ha costado, pero he aprendido que ni la belleza ni la salud dependen de nuestros kilos. Y que para verse bien por fuera, lo principal es sentirse bien por dentro.