Imagina que conoces a un chico que es guapo no, guapísimo. Simpático no, simpatiquísimo.

Majete no, majísimo. Educado no, educadísimo.

Y así con todo lo que quieras.

Un chico que parece sacado de tus mejores sueños. Con el que has quedado casi por obligación, porque trabaja con tu amiga y ella no paraba de metértelo por los ojos. Como era nuevo en la ciudad y no conocía a nadie y está tan convencida de que sois el uno para el otro, se ha puesto tan insistente que estabas empezando a cogerle manía.

Imagina que llevas un par de horas con él. Habéis cenado, habéis charlado, habéis reído y, sí, habéis bebido casi dos botellas de vino. Te das cuenta de que le debes una a tu amiga, una muy grande. ¿Por qué no le hiciste caso antes? Llevabas semanas ignorándola.

Das las gracias a todos los dioses por la persistencia y la tenacidad de tu colega.

Imagina que estáis hablando en la calle, te pregunta dónde vives y, después de comentar que su casa está ahí al lado, te invita a subir a tomar la última.

Imagina que, según el plan que tenías en mente cuando aceptaste quedar con ese pedazo de señor, a esas horas ya estarías en tu cama. Sola. Sin embargo, la noche no ha ido como habías planeado y ahora te arrepientes de no haberte puesto ropa interior conjuntada. Porque todo tu cuerpo quiere decirle que sí.

Y, como vas un poquito pedo, tu boca dice ‘sí, claro ¿por qué no?’

Al llegar te reafirmas en las intenciones de tu cuerpo. Te gusta cómo viste, te gusta su colonia. Cómo lleva el pelo. El rollo que le dan las gafas de pasta que deja sobre el mueble de la entrada. Buah, es que te gusta hasta la decoración de su piso.

 

Imagina que, más pronto que tarde, dejáis de guardar las formas y empezáis a enrollaros como si se os fuese la vida en ello. Os vais quitando ropa y te sorprendes porque está incluso mejor de lo que pensabas. Le pintas un caminito de saliva desde el pecho hasta la goma de los calzoncillos y te dices ‘venga, vamos a por el postre’.

Tiras hacia abajo y… y… y… Te quedas petrificada.

No por el tamaño ni por la forma ni por el estilismo capilar. Es que tiene la pinga llena de… llena de cremosito oloroso. Muy oloroso. ¿Qué son esas partículas visibles? ¿Con qué se lava los bajos este chico? ¿Con camembert?

Oh. Dios. Mio. Qué. Ascazo. Intentas no respirar por la nariz.

Imagínate la situación. Estás arrodillada delante de un pene hediondo con pinta de no haber pasado por agua y jabón desde 1998. Parece imposible que no lo hayas visto venir, pero es que el resto de él no tiene nada que ver. Te preguntas cómo consiguió parecer aseado y más que presentable hasta que llegaste a la última prenda. Si los propios calzoncillos tienen buen aspecto.

Llevas demasiado rato ahí parada. No sabes cómo salir de ese jardín, por no decir de esa pocilga. Solo sabes que no te metes eso en la boca ni de coña.

Imagina que él te pasa una mano por el pelo y se acerca unos centímetros. La intensidad del olor que desprende aumenta. Siempre has sido muy sensible a los olores, desde bien pequeñita.

 

Follodrama: El chiquillo de la picha pescadilla

 

Sientes cómo sube la arcada. Sales corriendo y, como no te había llegado a enseñar el piso, terminas vomitando en el fregadero, que es lo que pillaste más a mano.

Él ha ido detrás de ti y observa cómo potas en su cocina, en bragas y con las tetas sobre el borde de la encimera. Qué lástima, piensas mientras lo echas todo, ojalá tuviera este hombre la polla igual de reluciente que la grifería. Nada tiene sentido.

Mierda. Te ha venido la imagen mental de esos genitales llenos de… pequeños cuerpos extraños, y te sobreviene otra arcada.

Te aparta el pelo de la cara y te dice: ‘Nos hemos pasado con el vino ¿eh?

Joder, salvada por la botella.

Lo peor de todo es que el tipo es tan amable que, cuando le dices que estás fatal y que mejor te vas, te acompaña a tu portal, porque es tarde y no quiere que camines sola a esas horas y en ese estado.

Te vas a dormir y al despertar ves que tienes un wasap suyo preguntado cómo te encuentras.

Jo, qué mono. De verdad que es muy lindo.

Pero recuerdas esa visión, ese olor, y quieres potar otra vez. Así que vas a contactos y cambias su nombre por Chiquillo de la picha pescadilla.

Para recordarlo si sigue siendo tan encantador y se te pasa por la cabeza verle otra vez.

Qué pena, joder, qué pena.

 

Anónimo

 

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