Hay historias que es mejor leerlas que vivirlas y esta es una de ellas. Para vuestra suerte, no protagonizasteis estos momentos de agonía y fue la menda la que tuvo que sentir como la muerte llamaba a su puerta en su primera cita con el empotrador más empotrable de todo el mundo de los empotradores (parece un trabalenguas, pero es la realidad).

Todo se remonta a finales de junio en la diminuta y preciosa ciudad de Ávila, que es donde vivo por trabajo aunque soy de otro lugar. Mi vida allí se resumía a trabajar, comer y dormir. Me costó un poquito adaptarme, pero poco a poco hice amigos en el trabajo y entre ellos estaba Mario, que era el amigo de un amigo y uno de los tíos más atractivos que he visto jamás. Tenía una larga melena negra y unos brazos que me volvían locatis perdida, así que hice lo que hago cuando me gusta alguien: nada.

Llamadme gilipollas, lo soy. No sé qué le pasa a mi cabeza, que cuando me mola un tío colapso y soy incapaz de hablarle. Me pongo roja, se me cierran las cuerdas vocales y sólo soy capaz de emitir un sonido ininteligible para el oído humano. La putada es que encima parezco borde, y por eso Mario se pensó que me caía mal cuando lo único que quería era comerle la boca.

Así pasaron los meses hasta que Mario nos invitó a todos a una fiesta/barbacoa/día de piscina/excusa para beber en su casa. Yo me compré un bikini divino de la muerte y me planté allí con toda la timidez que he heredado de mis padres. Primero comimos panceta, luego chuletas y para rematar costillas. Eso era el infierno de un vegano. Y cuando ya estábamos a puntito de reventar, llegó el plato fuerte: cocido. ¿Quién hace un cocido en plena ola de calor después de hincharnos a comer carnaza? Pues mi crush

Me dio palo decir “si como más me cago”, así que abrí la boca y metí la cuchara. Estaba más llena que el Primark de Gran Vía de Madrid. No podía más. El caso es que la gente empezó a marcharse y Mario y yo nos quedamos a solas. No sé si fueron los garbanzos o la sangría, pero mi vergüenza desapareció y le confesé lo que sentía. ¡Era recíproco! 

Le ayudé a recoger y entre platos sucios y restos de comida me empezó a comer la boca apasionadamente. Qué bien besaba… Y poco a poco sus manos empezaron a acariciarme por debajo del vestido playero que llevaba. Yo desabroché el nudo de su bañador y empecé a acariciarle. Estábamos más calientes que las brasas de la barbacoa

Fuimos a su habitación y me tumbó en la cama. Empezó a comerme y yo vi las estrellas de placer, y después empezó el mete-saca. Ay, amigas, lo que pasó después…

No sé si fue el empotramiento con su lanza de carne o que me aplastó la tripilla, pero todo lo que había comido salió disparado. Me cagué sin darme cuenta. Real que salió caca de mi culo sin ser yo consciente de ello. ¿Cómo es eso posible? No lo sé, pero es lo que pasó. Y lo peor es que no nos dimos cuenta hasta que aquello empezó a oler, porque de por sí la caca no tiene un aroma a rosas, pero si encima has comido cocido ni os cuento.

Vimos aquello y mi timidez volvió por la puerta grande. Me puse roja como un tomate y hasta se me saltaron las lágrimas de los nervios. Limpiamos el estropicio entre los dos y yo me fui a mi casa con un dolor de tripa que no se me pasaba. Al día siguiente seguí jodida, no sé si por la comilona o por el trauma de la caca. Sea como sea, no he vuelto a hablar del tema con Mario y tampoco hemos vuelto a enrollarnos. 

 

Anónimo

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