Esta historia me ocurrió hace cosa de un año, pero por lo extraña que fue mi cerebro la había bloqueado hasta que hace unos días en medio de un yonunca salió a relucir por culpa de una amiga (si no habéis jugado nunca a este juego saber que lo más divertido es usar los secretos de los otros como arma arrojadiza para darle vidilla)

Yo nunca he echado a un tío de mi casa por quererse follar mi ombligo. Pues no, nadie nunca. Al parecer solo yo.

Y como sé que aquí a la gente le han pasado las cosas más aleatorias en nombre de la lujuria y el deseo sexual, he venido en busca de comprensión.

Yo me había bajado Tinder hacía unas semanas. Aquello había ido viento en popa. Estaba conociendo a varios chicos a la vez, nunca nada serio. Con algunos era para tomar algo y ya y con otros llegamos a tomar algo a la mañana siguiente. Yo había salido de una relación de más de dos años hacía unos seis meses y aunque no había sido aquello Sodoma y Gomorra, me había venido bien conocer a chicos y desarrollarme sexualmente (perdí la virginidad con mi expareja).

El caso es que un día me encuentro con un superlike de un tío gigantón con pinta de bonachón y mirada penetrante. De esos que no sabes si te van a empotrar nada más verte o te van a hablar con voz de niño pequeño mientras lo hacéis. Le acepté y empezamos a hablar.

El tío fue directo desde el principio: yo solo busco una follamiga. La verdad es que yo por aquel entonces no tenía idea de qué buscaba así que le dije que por qué no, que viésemos a dónde nos llevaba esto.

Empezamos a hablar a todas horas en seguida y con muy buen rollo pero siempre terminábamos hablando de guarradas. Bueno, él hablaba de guarradas y yo me meaba de risa porque las construía siempre de una manera muy peculiar y a horas curiosas como a las once y cuarto de la mañana. Me decía cosas tipo:

  • Voy a lamerte entera, hasta detrás de las orejas
  • Quiero oler cada centímetro de tu piel, hasta el oyuelo de la barbilla
  • Vamos a hacerlo en todas partes, incluso sentada en el vidé

A mí más que excitarme, me daba muchísima risa esa clase de insinuaciones. Poco a poco, me fui dando cuenta de que no tenía pinta de tener muchísima experiencia en la materia pero que estaba más salido que mi coche cuando lo aparco delante de una columna. Así que no sé si por curiosidad mezclada con ternura, le dije un día de quedar y conocernos.

Quedamos en un bar al lado de mi casa. Procuro hacerlo siempre así porque aunque ellos no sepan que yo vivo allí, cuando nos despedimos finjo coger el metro, a mí me da seguridad si tengo que huir.  Y si las cosas acaban bien, siempre es mejor tener donde terminar el asunto a mano para evitar que el calentón se evapore.

El caso es que todo iba de maravilla, el tío estaba más bueno que en las fotos, y el buen rollo se instaló desde el primer minuto. Aunque se le notaba nervioso, no paró de soltar coñas graciosas y me lo pasé pipa.

Salimos del bar y a los pocos metros me empotró contra la pared y me empezó a morrear a lo bestia. Aquello estaba en su momento álgido así que decidí invitarle a casa.

Subimos y nos sentamos en el sillón y cuando lo estábamos dando todo noto que me empieza a meter los dedos entre los pliegues de mi tripa y de mi costado. A meterlos y a moverlos en círculos. Y a gemir. Yo no entiendo nada pero me dejo llevar porque al final yo mucha experiencia no tenía y siempre procuro no juzgar porque igual me sorprendo.

Maldito el momento.

No contento con mis chichas, noto como su dedo se mete en mi ombligo y sus gemidos aumentan. Me separo, me río y le miro con cara de “¿Me he perdido algo?”. El también sonríe, pero más con cara de “Sí, nena, sí”. Le cojo la mano del dedo que está en mi ombligo y me la meto en la boca para cambiar la tónica de aquello. La saca, me aprieta contra él y me dice al oído:

¿Puedo metértela en el ombligo? Me pone mazo la idea de follarme tu tripa.

A ver, a partir de aquí me llamáis lo que queráis, pero qué sé yo, que hasta hacía como quien dice tres días yo era una mujer que solo lo había hecho con uno. Y a mí se me ocurren otros tres agujeros que explorar muchas, muchísimas, veces antes de plantearnos abrir nuevas fronteras. Y nada menos que el ombligo. EL OMBLIGO.

Así que ni corta ni perezosa me quité de encima de él. Me puse la camiseta y le pedí (mirando al suelo aguantándome la risa) que se fuera a buscar a otra gorda que estuviera más por la labor de dervirgar sus michelines.

Gracias a la vida, se comportó, se marchó y no supe nunca más de él.

 

Anónimo

 

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