AMABA A SU PERRA… DEMASIADO

 

“Además le gustan los perros tanto como a ti, ¡estáis hechos el uno para el otro!”. Aquella fue la frase que me hizo decidirme a dar el paso y tener mi primera cita a ciegas. Acababa de cumplir los 30 y hasta entonces solo había tenido relaciones estables. Ya era hora de salir ahí fuera y tener algo interesante que contar a mis amigas; algo que me sacara del puesto de la más aburrida del grupo. 

Cuando llegué a su piso con un par de botellas de vino en la mano, Simón me abrió la puerta. Llevaba un delantal que le marcaba el cuerpazo del que ya me había advertido mi amiga; pegada a su pierna, una preciosa golden retriever de pelo brillante me daba la bienvenida moviendo la cola enérgicamente. 

Todo iba perfecto. La cena estaba exquisita, Simón era un tipo con conversación interesante y con ganas de escuchar. Hablamos de trabajo, de música, de relaciones y de sexo, y por supuesto, de perros. A Simón le flipaban de la misma manera que a mí, así que no habían pasado ni dos horas desde mi llegada y yo ya nos veía viviendo juntos en un unifamiliar, con un jardín inmenso lleno de niños y perros. Estaba preparada para darlo todo en el siguiente paso. 

“¿Vamos al sofá?” Casi no le dejé terminar la pregunta. A trompicones llegamos hasta el chaise longue, donde seguimos enrollándonos a muerte y como si lo fueran a prohibir. La cosa fue de cero a cien en un instante, y yo veía a Sandy (la perrita) acercándose cada vez más a nosotros, así que propuse movernos al dormitorio, con una urgencia sexual que no recordaba haber sentido antes. Simón se encogió de hombros, como si aquella interrupción le hubiera parecido innecesaria, pero dijo que vale, así que enfilamos el pasillo mientras nos arrancábamos la ropa el uno al otro. 

Le empujé sobre la cama, y me senté en su cara. No estaba segura de cómo encajaría él esta repentina restricción de oxígeno, pero la propia duda me daba mucho morbo. Me lo devoró de tal manera que me corrí en tiempo récord. “¿Quieres que vaya ahí abajo?” le susurré al oído, como si alguien hubiera contestado alguna vez que no a esa pregunta. “¿Sí? ¿Seguro?” Simón estaba a punto de explotar.

Así que empecé a bajar por su torso lentamente, pero de pronto sentí en mi culo un calorcito que no tardé en reconocer como aliento de perro, no hay dueña de perro a la que no le haya pasado. Me giré y vi a Sandy, sonriente, con dos patas encima de la cama. “Abajo chica, venga abajo.” Sandy me hizo caso enseguida, pero Simón la alcanzó con su mano y la retuvo. “Déjala, por fa.” Yo pensé que le daba pena echarla tan bruscamente, o quizá que cuando se quedaba sola mordía los muebles. No sé, tal vez no estaba yo para pensar, pero ni por asomo anticipé lo que vino después. 

Del oral pasamos rápidamente a follar, y de qué manera. Durante la cena, yo le había dicho que me ponía el dirty talk y que ninguna de mis exparejas era buena haciéndolo. Simón comenzó a decirme cosas guarras al oído, un poco lo típico, que si la tengo muy dura, que si estás muy mojada, que si fóllame como una perra, que si quién es una perrita mala, que si jadéame un poquito… 

A punto de correrme ya, le busqué la mirada, y me di cuenta de que no me hablaba a mí, sino a Sandy, que estaba justo al lado, ocupando la otra mitad de la cama, con la vista clavada en su dueño, girando la cabeza, intrigada por cada una de sus palabras. 

No correrme fue lo de menos. Me quité a Simón de encima y le dije a ver qué coño hacía hablándole así a la perra, pero, como era de esperar, él lo negó rotundamente y me dijo que estaba loca, que para qué iba yo de atrevida si luego era una mojigata, y mil cosas más. Decidí no pasar allí ni un segundo más y salir corriendo. 

Ya en casa, le busqué en instagram. Dog lover, decía debajo de una foto de Sandy y él en el sofá. Comenté justo debajo de sus palabras: Literal.

 

Miranda

 

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