Andaba yo un día por Tinder, buscando de todo menos el amor de mi vida, cuando apareció. Un pedazo de dios macizorro empotrador que tenía pinta de que me iba a arreglar la escoliosis a la primera embestida. Y ese pedazo de hombre me había dado Superlike a mí, una vulgar ciudadana del pueblo llano.
Empezamos a hablar y resultó que el tío era más perfecto de lo que parecía. Teníamos una de esas raras conexiones en la que en la misma conversación puedes decir diez veces: “HOSTIA, YO IGUAL”. Vamos, que si hubiese podido le hubiese puesto una pegatina de “ME LO PIDO” en la frente. Al poco tiempo ya estábamos organizando la cita y yo estaba flipándolo porque iba todo sobre ruedas. Como tiene que ser.
Lo planeé todo. Un bar tranquilito, un par de cervezas. Diría de ir a mi piso, que está cerca y nos podemos tomar la última. Y el diría que sí, sabiendo perfectamente que no íbamos a llegar a la nevera. Y después, hala, a follar.
Pero no.
El tío resultó ser más guapo en persona. Era un pedazo de ingeniero de ojos verdes de esos que quitan el hipo. Tenía toda la cara de que me iba a hacer que los ojos me dieran la vuelta a la que me pusiera a cuatro patas. Todo fue genial, hasta que le dije de ir a mi piso y soltó la bomba.
‘Oye mira, que no te lo he dicho antes porque no te quería asustar, pero tengo que ser sincero contigo. Soy testigo de Jehová y soy virgen’.
Me quedé con una cara de gilipollas que no es ni normal. Porque claro, ¿quién coño pregunta por preferencias religiosas en una primera cita? NADIE. Pero claro, ¿cómo coño no se le ocurrió decirlo antes? Total, que ahí estaba yo, mirándolo, sabiendo que ya ni empotramiento, ni solución a mi escoliosis, ni nada. Preguntándole sobre su vida, como si fuera lo más normal, mientras por dentro estaba en shock. Él seguía hablando de sus cosas, de lo difícil que era conocer a gente, de que menos follar lo había hecho todo, y yo le miraba como la liebre a la que le dan las largas mientras me pedía otra cerveza.
Acabé borracha (cómo no) y él, caballeroso, decidió acompañarme a la puerta de mi piso. Nos despedimos, y aprovechó el abrazo que le di para meterme el morro hasta la campanilla. Y yo me dejé hacer, porque amiga, una no es de piedra. Una cosa llevó a la otra y yo, confundida pero cachondísima, abrí la puerta de mi piso con un maromazo agarrado a mi cuello como una sanguijuela. Me fue quitando la ropa por todo el pasillo y yo me tropezaba todo el rato pero llegamos a la cama y ahí me vino el golpe de realidad: ¿iba a quitarle yo la virginidad a ese tío?
‘Espera, espera. Ahora ¿qué?’
‘Ahora dejas que yo haga mi trabajo’
Y JODER QUÉ TRABAJO. Yo no sé cómo lo hizo, pero juro por dios que creo que del orgasmo que tuve llegué a perder el conocimiento durante un momento. Me sorbió la vida entera, me envasó al vacío empezando por debajo. Vi a Dios en persona y el tío me chocó los cinco. Qué manera de bajar al pilón, qué mandíbula, qué aguante. QUÉ. MANERA. DE COMER. COÑOS.
Y ya está. Me lo hizo todo y ni siquiera me dejó hacer lo mismo por él. Él estaba ahí para hacer el trabajo del señor en mi cuerpo. Después se fue. Y aunque al final no follé, ese hombre siempre quedará en mi memoria como el verdadero siervo de Dios, ya que amó al prójimo.
