Follodrama: la piruleta que le jodió la bragueta

Por nuestro aniversario, mi chico y yo nos fuimos de escapada de fin de semana, porque sí, porque nos lo merecíamos. Nos pillamos un hotel muy chulo y nada más vi la habitación se me desataron todas las fantasías posibles. Como era casi la hora de la cena, soltamos las maletas, nos cambiamos y nos fuimos a un restaurante japonés al que le teníamos ganas.

Y pensaréis, ¿qué tiene que ver el restaurante japonés con el follodrama? Pues que era el típico que te ofrece piruletas al pagar la cuenta y nosotros, que ya íbamos contentillos con el vino de la cena, nos las llevamos para el hotel. Breve inciso aquí. No íbamos borrachos, pero sí bastante alegres para lo que habíamos bebido, básicamente porque mi pareja apenas tiene aguante al alcohol y yo, por motivos médicos, llevaba mucho sin tomar ni una gota, así que blanco y en botella.

Cuando volvimos a la habitación no recordábamos que nos habían puesto una botella de champán como obsequio, porque era la típica reserva especial romántica blablablá. Y como estábamos de celebración pues hala, a brindar. Entre el alcohol, el subidón de tener una cama extragrande, el hotelazo… teníamos un calentón encima que ni Rosalía en su último disco.

Pero claro, era una ocasión especial y yo quería añadir a la situación algo de alegría, un poco de purpurina, de brilli brilli, y me fui al baño al retocarme el maquillaje y ponerme un modelito de lencería, porque quería sentirme powerful. Todo esto borracha ya.

Me llevé al baño el bolso en lugar del neceser porque, en fin, ese era el nivel y rebuscando encontré las piruletas del restaurante. Se me vino entonces a la cabeza esa típica imagen de Lolita (la de Navokov, no la Flores) con las gafas de sol en forma de corazón chupando la piruleta, justo como la que me habían dado y quise imitarla. Ahora me arrepiento mucho. No solo porque quisiera emular una fantasía misógina sobre perversión de menores, sino porque aquello desató un atentado contra la integridad del pene de mi chico.

Salí del baño con la piruleta en la boca y con el maquillaje igual de churretoso, me tiré en la cama y saqué mi versión más pasional que ese momento solo pensaba en hacerle una mamada apoteósica al hombre desconcertado que tenía delante. Y así habría sido de no ser por mi encaprichamiento con la piruleta que, por cierto, no sé de qué caramelo estaba hecha pero nunca se acababa. Así que la mordí. La mordí sin tener en cuenta que el alcohol merma a capacidad de concentración, la psicomotricidad y el sentido común, así que me metí la polla en la boca con los trocitos de piruleta aún por disolverse. El drama estaba servido.

Por cómo reaccionó el pobre debió de ser como minicristalitos clavándose en el glande y en cuestión de segundos escupí lo que me quedaba de caramelo en el suelo y lo acompañé al baño a que se enjuagara. Pasé de sentirme sexi y seductora a un puñetero monstruo que había hecho daño a su novio en cuestión de segundos. Por suerte solo fueron como arañazos leves que al cabo de un rato dejaron de dolerle y no le impidieron hacer vida normal, pero de verdad que me sentí como una mierda. 

Le pedí perdón llorando y él se reía porque decía que al salir corriendo al baño se había resbalado un poco con el escupitajo de piruleta que eché en el suelo (por algún motivo tuve el instinto de escupirlo, como si fuera tóxico o algo). Menos mal que todo quedó en un susto y que no ha perjudicado a nuestra vida sexual. Eso sí, quedan vetadas para siempre las piruletas y cualquier sucedáneo de caramelo.

Ele Mandarina