Dicen las pocas amigas que conocen esta historia que más que un follodrama es un falodrama, o una corridadrama, o una mamadadrama… Mira, a mí que lo llamen como les de la gana, solo espero que ni yo ni nadie tenga que pasar la angustia terrible por la que yo pasé aquella noche. Que sí, ahora lo cuento y me río como una hiena, pero si me paro a pensarlo en serio podía haber terminado en urgencias como protagonista de una de esas friki-historias del programa ‘Lo que me ocurrió haciendo el amor’.

Y siendo claras, el amor no lo estábamos haciendo, más que nada porque Julio y yo no nos conocíamos de absolutamente nada. Por lo tanto amor, lo que se dice amor, no nos teníamos. Más bien fue un calentón tras unos cuantos chupitos de un mejunje que sabía a limpiacristales y un ji-ji-ja-ja de lo más obvio. Es decir, que aquel chico de estatura media, ojos muy oscuros y simpático a rabiar y yo nos acabamos morreando sin miramientos en la puerta de un bar cualquiera en una noche de verano.

Llevaba con mis colegas casi una semanita de vacaciones en aquel pueblo hiper turístico y tras varias juergas de volverme sola a casa esa noche había decidido que quería pescar un buen ejemplar. Así que tras darnos de bruces con el grupete de amigos de Julio pronto supimos ambos que de un modo u otro aquella mañana amaneceríamos juntos y, si podía ser, revueltos.

Y de esa sencilla manera, eran casi las seis de la mañana cuando el resto de la tropa decidió que ya tenían suficiente. Nosotros seguíamos metiéndonos mano en plena calle y, casi sin preguntar, pusimos rumbo a mi pensión. El sol ya empezaba a salir y paseo marítimo adelante el alcohol y el calentón empezaron a hacer de las suyas. Cada pocos metros Julio y yo frenábamos en seco para volver a besarnos y ya de paso decirnos alguna barbaridad al oído.

La verdad es que el trayecto se estaba haciendo eterno. Imagino que, aunque en mi cabeza daba la impresión de que caminábamos a una velocidad normal, lo más probable era que estuviésemos dando dos pasos hacia adelante y uno para atrás. Sea como sea, llegó un punto en el camino que Julio tomó asiento en un banco con vistas al mar y yo en seguida me senté a horcajadas sobre sus piernas.

Como si estuviéramos en el salón de nuestra casa, con el sol casi asomando, allí empezamos a magrearnos dejando a nuestras manos juguetear por debajo de la ropa. ¡Venga lengüetazo! ¡Y ahora te como la oreja, y el cuello por si se cela! Pongo la mano en el fuego de que algún gemido debieron escuchar los vecinos de la zona, eso seguro.

Nuestra suerte, al menos la que nos trajo la cordura, fue que pasado un buen ratillo de aquel espectáculo porno gratuito, un humilde y madrugador pescador pasó a nuestra vera. El buen hombre, que ya veis vosotras qué necesidad tendría de aconsejarnos nada, se acercó despacio y ante nuestras caras de susto nos recomendó que trasladáramos aquella escenita a un lugar un poco más discreto, que aquel lugar en breve se iba a poner a tope de marineros.

Roja como un tomate por la vergüenza y la calentura terrible me bajé del regazo de Julio y en un ataque de risa le recomendé que continuáramos rápido hacia la pensión. Él se levantó y en seguida ambos nos dimos cuenta de la tremenda erección que llevaba ya en su paquete.

Escucha hija, que esto ahora no hay quien lo baje, a ver si voy a tener que ir hasta el centro del pueblo con la escopeta apuntando como Cristóbal Colón con el dedo…

Yo no podía dejar de mirarlo, lo juro, aquello era descomunal. Entonces los dos miramos a nuestro alrededor y pronto nos fijamos que a pocos metros estaba la entrada a la playa, donde había unas escaleras hacia el arenal que nos darían esa intimidad que necesitábamos. Esto también lo puedo jurar, en ese momento me pareció la mejor idea del universo, me lo dices ahora y me tiro por un puente antes de comerle la minga a nadie en aquellas escaleras a plena luz del día.

Pero allí que nos fuimos los tres: Julio, su polla bien en lo alto y yo. Bajamos la escalinata y muy pegados al muro, hacia la esquina, volvimos a tomar posiciones. Julio se sentó y yo rápidamente me puse manos (y boca) a la obra para conseguir bajar aquella bandera izada. Parecía que la borrachera empezaba a desaparecer y en un alarde de decoro le pedí a aquel chico con los ojos en blanco que me dejase su chaqueta para cubrirme la cabeza.

Yo no sé qué quería yo hacer allí dentro, si morirme asfixiada por el calor y el olorcillo a polla, o buscaba todavía más intimidad conmigo misma y con aquella mamada playera. Vamos, que esto fue el colmo de las malas decisiones.

Y allí que estaba yo, entregándome en cuerpo y alma. Pene pa’ dentro, pene pa’ fuera. Hasta el fondo, ahora con la lengüita. En la oscuridad de aquel escenario que yo misma me había creado perdí por completo la noción del tiempo y casi de la vida, solo escuchaba de vez en cuando algún jadeo entrecortado de Julio que me acariciaba la espalda como el que acaricia a su perrete mientras ve la televisión.

Fue entonces cuando llegó el drama. Imagino que Julio, un poco llevado por el placer del momento, o porque conmigo con aquella chaqueta sobre la cabeza podía haber olvidado que era una mujer y no una tortuga Ninja la que le estaba chupando la polla; el caso es que el chaval se vino del todo sin avisar ni un poquito. Yo la verdad ya estaba algo cansada y adormilada, que ya no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella ardua tarea, y tampoco veía un carajo. Solo sé que, de pronto, aquel pollón inmenso explotó pillándome del todo por sorpresa.

Y, por supuesto, pene en mano a apenas unos centímetros de mi cara, todo el pringue salió a propulsión ¿hacia dónde? Directo a mis fosas nasales. ¿Conocéis esa sensación de cuando estás muy acatarrada y te pones agua marina? Aquello fue algo similar pero muchísimo peor: por sorpresa, viscoso y llegándome al segundo a la garganta.

Un acto reflejo me hizo levantarme de golpe y, todavía cubierta por la chaqueta de aquel muchacho (por lo tanto, sin ver una mierda), di dos pasos y me fui directa contra el muro. Desorientación total, ahogándome y muriéndome del susto y del asco a la vez, me fui al suelo, a la arena de la playa, completamente de cara.

¿Os podéis imaginar la escena, por favor? Julio con la polla al aire y lleno de corrida sentado viendo como un ser con la cabeza cubierta da tumbos por la playa como alma que lleva el diablo. Yo no escuchaba nada, había perdido totalmente muchos de mis sentidos: ni vista, ni olfato, ni oído… Me quedé clavada en la arena los pocos segundos que Julio tardó en venir a socorrerme.

Rápidamente puso al aire mi cara y su mueca fue de auténtico terror. A ver cómo os lo explico, tenía el jeto por completo lleno de lefa y arena de playa. La nariz taponada hasta la garganta, no podía respirar de ninguna manera. Así que me dio por llorar mientras Julio buscaba en mi bolso un pañuelo que yo aseguraba tener pero que no aparecía. Yo mientras, continuaba gimoteando e intentaba sonarme en aquella chaqueta horrible. La arena y la corrida habían creado una pasta asquerosa que me recorría el sistema respiratorio, ¡muerte por lefa!

Cuando al fin llegué a mi habitación en la pensión miré mi cara en el espejo y sin pensármelo dos veces la metí bajo el grifo sin compasión. Parecía llegar de una batalla campal. Con mis chorretones de arena y suciedad por cada resquicio, el olor a semen todavía incrustado en mi pituitaria, el maquillaje corrido formando surcos y los pelos dignos del mejor videoclip de los ochenta.

Tres días, con sus tres noches, estuve sin poder respirar como es debido. Limpiando mis fosas nasales cada dos por tres mientras mis colegas seguían preguntándose cómo era aquello de que se te corrieran en la tocha. Así que, sí, podemos decir que follodrama no fue porque Julio y yo no follamos de ninguna de las maneras, pero yo aquella mañana quedé servida para una buena temporada.

Anónimo

 

Envíanos tus historias a [email protected]