Amigas, cuando se queda con un desconocido hay que tomar precauciones. Y no me refiero solo a ponerse condón (que también, y siempre, por favor) sino a que quizás las primeras preguntas que le hagas a tu cita deben ser menos de tipo “¿en qué trabajas?” y más en plan “¿tienes alguna enfermedad importante que pueda darte complicaciones a lo largo de estas dos horas que vamos a pasar juntos y que deba conocer?”.

 

No es broma. Os cuento lo que me pasó:

 

Esta cita empieza conmigo quedando con un chico al que debí darle mi número de teléfono una noche en la que me bebí al menos tres chupitos de tequila. El susodicho, al que vamos a llamar Álex, me escribió al día siguiente y yo no tenía ni la más remota idea de cómo era el chaval. Que no tuviera puesta su foto en el whatsaap tampoco ayudaba. Mis amigas habían bebido incluso más que yo y no me resultaban de mucha ayuda.

 

 

Pero Álex era ingenioso y atento en las conversaciones, así que acepté quedar con él a la semana siguiente.

 

Cuando me aproximé al coche que esperaba en doble fila con las luces de emergencia puestas no paraba de rogar al universo “que sea guapo, por favor, ¡potable al menos!”. La puerta del coche se abrió y bajó un chico muy alto, rubio y con una sonrisa que iluminó la calle. Vaya con el tequila, me hace elegir bien, pensé. ¡Gracias, yo del sábado pasado!

 

 

Después de dar una vuelta y hablar un rato, constatando que había una evidente atracción mutua, me propuso enseñarme su piso. Se lo acababan de entregar esta semana, así que aún no vivía ahí y estaba vacío, pero ¿cómo decir que no a aquellos hoyelos?

Paramos en una tienda y compramos un par de cocacolas y algo de picar. Al llegar a su piso, que me enseñó orgulloso, sacó unas velas y una manta enorme que extendió en el suelo. Vale, cutre pero suficiente. Era gracioso porque aquello parecía una acampada, pero a cubierto. No tardamos mucho en ponernos al tema.

Todo genial, hasta que acabamos. He de decir que no fue un polvo precisamente corto, pero cuando nos tumbamos, exhaustos, él empezó a hacer cosas raras. Primero no vocalizaba, aunque pensé que estaba de broma (los tíos, con tal de distanciarse emocionalmente después de follar, cualquier cosa). Luego me dejó de responder, y me giré para ver cómo se le estaban cerrando los ojos. No era tan tarde como para que estuviera tan cansado.

Le di respiro unos minutos pero seguía con la mosca detrás de la oreja. No “dormía” plácidamente, más bien gesticulaba e intentaba abrir los ojos sin éxito. Ahí ya sí que me asusté. Me levanté y vestí, y traté de que él hiciera lo mismo. Pero por más que me esforzaba no conseguía ni tan siquiera que se mantuviera sentado. Era tan alto que me resultaba imposible manejarle, para mí era un peso muerto.

 

 

Se me pasó por la cabeza que estuviera borracho, pero llevábamos juntos un par de horas, él estaba perfectamente y habíamos bebido sólo cocacola.

¡Las cocacolas! Fui a por ellas y comprobé que quedaba media lata de una de ellas. Le di de beber con cuidado de que no se atragantase, pensando que podía haberle dado un bajón de tensión.

Por suerte dio resultado, y Álex fue volviendo poco a poco en sí. Al cuarto trago, ya fue capaz de hablar con normalidad y contarme que era diabético, que lo que le había ocurrido era una leve hipoglucemia que no había ido a más gracias a que yo le había dado algo de azúcar. Resulta que le había pasado algunas veces lo mismo, llegando incluso a ocurrir que en el metro nadie le había atendido pensando que estaba borracho. En la bandolera que llevaba tenía todo lo necesario, me dijo, pero no nos conocíamos y no le había dado tiempo a explicarme nada de esto.

No os creáis que me tranquilizó todo lo que me contaba, porque no paraba de darle vueltas a la idea de que, de no haber tenido cocacola o no haberme decidido a dársela, las consecuencias podían haber sido fatales.

Afortunadamente esta historia terminó bien y él no dejó de agradecerme que le salvara la vida de forma muy efusiva durante una buena temporada…

 

Las Lunas de Venus