No dejo mucho espacio a la imaginación en el título de esta historia, pero fue todo tan heavy que no se me ha ocurrido ningún título cuqui, gracioso o irónico que expresase lo que sentí. Al final he optado por decirlo de forma clara y concisa: mi ligue de Tinder se puso a ver stories mientras se la comía. Boom. Sin medias tintas. Humillación elevada al cubo. Trauma sexual. Puto Instagram. ¿Por qué no hay un capítulo de Black Mirror sobre esto? Ahora que sabéis el desenlace de esta historia os contaré cómo llegué a ese punto y, sobre todo, cómo reaccioné cuando vi al zagalillo en tamañas circunstancias.

Todo comenzó como comienzan los romances modernos: con la puta aplicación de Tinder. Chica conoce a chico, se gusta, hacen match, empiezan a hablar, se intercambian los teléfonos, hablan durante horas, tontean, dicen de quedar, se ven en persona, surge la magia y sigo de oca en oca porque me toca.

Deslizaba mi dedo rechoncho por la pantalla cuando me topé con Lucas. Me gustó porque parecía normal. Ay, la normalidad… ¡Qué infravalorada está! No tenía fotos haciendo voluntariado en África, ni con una tabla de surf, ni con un montón de colegas (stop fotos grupales en Tinder, que luego no sabemos quién coño es el dueño del perfil). Era monillo y su descripción era graciosa, así que le di like. Se ve que yo también le gusté porque me devolvió el “me gusta”. La cosa prometía.

Empezamos a hablar y me monté la paja mental del siglo. “Oh dios mío, es mi alma gemela”, pensé. ¿La razón? Que le gustaban los mismos grupos de moderneo que a mí. Realidad: al 99% de la población le gustan esos putos grupos. Me dio igual, mi cerebro interpretó eso como una señal clarísima de que estábamos destinados a follisquear, casarnos y tener bebés.

Durante un par de semanas hablamos sin parar por WhatsApp y real que el chico parecía perfecto. Era respetuoso, educado, gracioso, inteligente e irónico y mis bragas acababan empapadas en cada conversación, aunque no hablásemos de sexo. Por fin nos decidimos a quedar y fue todavía mejor, pero la noche acabó con un par de morreos.

Volvimos a quedar un par de veces y a la cuarta cita acabamos en mi casa quitándonos la ropa con tanta rapidez que parecía que fuese de lana y picase. Estábamos desnudos en mi precioso sofá de Ikea dándole al tema y empezaron a pasar los minutos con lentitud. Media hora y seguía sin correrse. Una hora y ni rastro de corrida. Hora y media y nada. Dos horas y aquello no acababa. Yo ya me había corrido hacía rato y tenía el chichi como madera recién lijada. Por mi salud vaginal paré y empecé a comérsela.

No me considero una puta diosa de las mamadas, pero no se me dan mal -o al menos eso pienso en base a mis anteriores ligues-, pero a Lucas no le debió gustar. Estaba dándolo todo con movimientos de lengua acompañando al sube y baja cuando levanté la vista y lo vi: estaba mirando el móvil.

– Tío, ¿qué haces?

– Nada nada.

– No, nada no. ¿Qué haces?

– Pues que me aburro y estaba viendo los stories de Instagram.

Y en ese momento el alma se me cayó a los pies y mi cara fue un poema de Espronceda, pero lo peor de todo fue su reacción ante mi estupefacción.

– ¿Qué? ¿No te parecerá mal? Tampoco me he puesto porno.

Me puse de pie y le pedí con amabilidad que se marchase y según salió por la puerta me empecé a descojonar de lo surrealista de la situación. Si me pusiese a mirar Instagram cada vez que un tío me come mal el coño o folla como el conejo de Duracell, agotaría la batería del móvil y los datos, pero no señoras, yo doy indicaciones de lo que me gusta y lo que no porque tengo educación.

Por eso traigo un consejo que nadie me ha pedido: mujeres y hombres del mundo, si no os gusta como os están follando/masturbando/comiendo, no finjáis, no os pongáis a ver stories de Instagram y tampoco os lo calléis. Decidlo claramente.

 

Anónimo

 

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