En noviembre, un antiguo amigo de la universidad me invitó a una fiesta en casa ajena. Me pareció una idea maravillosa porque: a) no tendría que aguantar colas interminables para pedir y para mear en un baño roñoso, b) era gratis y yo soy de la cofradía del puño cerrado, y c) las fiestas en casa de otro son lo más porque no tienes que limpiar, sobre todo si es de un desconocido ya que así hay menos cargo de conciencia.

En un abrir y cerrar de ojos llegó el 31 de diciembre, y como yo iba a matar, me puse un vestido maravilloso, negro de terciopelo y pedrería, con el que estaba más buena que la Tony Pepperoni del Domino’s. Arrastré a mi mejor amiga a la fiesta y rezamos a San Pancracio para ligar porque llevábamos más tiempo sin mojar que los pantanos españoles.

El Jagger lo carga el diablo, y nosotras empezamos a pactar con él a eso de las 2 de la mañana. El caso es que íbamos como los de las fiestas pobres del Titanic, es decir, con un ciego para trabajar en la ONCE y descojonadas hasta por el color de las paredes.

“JAJAJAJA Venga tía, vamos a la terraza a ver si se nos pasa la castaña.”

Fue entrar en la terraza y tuve una revelación. Entre la multitud se iluminó el cuerpo de un dios griego que no había visto en mi vida pero que estaba para ponerle una naranja en la boca y comerle el rabo hasta que saliera Fanta. En realidad, el grupito entero era como el Olimpo, y nosotras nos creímos mitad Afrodita mitad Beyoncé, así que fuimos a saludar.

“Hola. No nos conocemos, ¿no?”

Y con la frase más manida y cutre de la historia, comenzó mi perdición.

Mi dios griego, al que voy a llamar Zeus, era inteligente, divertido y carismático, y a medida que me daba más coba yo decidí dejar de beber. Pensé que si me lo iba a chuscar, prefería acordarme bien hasta de los pliegues de su ombligo.

Estuvimos hablando durante tres horas y mi coño estaba más caliente que una estufa. El caso es que nos empezamos a enrollar. Ya no solo era atractivo, inteligente, divertido y carismático, sino que además besaba bien.

Yo, en un amago de aprender braille, sobé cada poro de su piel por encima de la ropa, y cuando noté el paquetón le propuse irnos a bailar el mambo horizontal. El caso es que según nos pusimos el abrigo, el anfitrión empezó a sacar bandejas de comida china, y con eso de que eran ya las 5 de la mañana y mi tripa hacía unos ruidos que ni Kiko Rivera cantando, pues me entró el gusanillo.

Nos comimos un par de rollitos de primavera y una especie de mejunje de pollo con almendras, y seguimos con el plan.

“Hale, adiós, un placer, que Dios reparta suerte.”

Nada más salir por la puerta empezamos a enrollarnos fuertemente, y así durante todo el camino. Sinceramente no sé cómo aguantamos hasta su casa, pero lo hicimos, así que nada más entrar por la puerta nos desnudamos a la velocidad del rayo, y empezó a rellenarme como un pavo.

Con tanto traqueteo empecé a encontrarme como Ellen Ripley en Alien. Os juro que el dolor de tripa era insoportable, así que con el total convencimiento de que tenía un bicho con ácido en vez de sangre gestándose dentro de mí, le pedí a Zeus que dejase de empotrarme.

“Hostia, para, para, para, que me encuentro fatal… Voy al baño tío.”

Corrí como Usain Bolt hasta el baño, y al ir a poner el pestillo me di cuenta de que no tenía. Me cagaba como en mi vida, así que simplemente cerré la puerta y recé a los dioses para que Zeus no viniese a ver qué tal estaba. Lo malo es que mientras estaba “poniendo el huevo”, me entraron unas ganas horribles de vomitar.

“Joder, ¿qué cojones hago ahora? Dios… Me muero, ¿qué hago? ¿No hay un barreñito por aquí? Si poto en la bañera mi culo se separaría demasiado del váter y me cagaría fuera… Qué es mejor, ¿cagarme en el suelo o vomitar en el suelo? Tía, vomita en el suelo que da menos asco. HOSTIA. HOSTIA. QUE POTO.”

Y tras este diálogo interno, poté todo el suelo del baño como la niña del exorcista mientras a la vez cagaba. Horrible. No lo recomiendo.

Mientras tanto, Zeus empezó a escuchar mis ruidos demoniacos y se acercó al baño para ver qué tal estaba.

“¿Estás bien? Entro a sujetarte el pelo…”

Tenía la boca ocupada echando hasta mi primera papilla, así que mi “HOSTIA NO” fue ininteligible. Zeus abrió la puerta, y su cara se transformó en la de un crío de 7 años viendo por primera vez la niña del Exorcista.

Hice un gesto con la mano para que se fuese y me dejase a solas con mis fluidos. Total, ya que había perdido la dignidad por lo menos terminaba de cagar y vomitar a gusto.

Fueron 10 minutos eternos en los que mi menté no podía parar de idear un plan de huida, mi boca no podía parar de vomitar rollitos de primavera deconstruidos, y mi culo no podía parar de cagar el Jagger que me bebí a las dos de la mañana.

No hay mal que cien años dure, así que el alien salió de mi cuerpo. Tiré de la cadena y, como cuando era pequeña y jugaba a que suelo era lava, esquivé a duras penas la gran papilla china del sueño.

“Oye Zeus, ¿dónde tienes la fregona?”

Porque sí, cagué en su váter y poté en su suelo, pero yo soy una señora limpia ante todo. El chico me señaló con cara de trauma un armario del pasillo y yo limpie el desastre, todo esto desnuda.

Terminé y me vestí sin que ninguno de los dos nos atreviésemos a mediar palabra, y me fui con la cabeza baja y un “feliz año, seguro que va a mejor”.

Camino a casa recordé aquel día de noviembre en el que me invitaron a la fiesta y me di cuenta de que: a) no aguanté colas pero sí que acabe en un baño más roñoso que el de cualquier bar, b) el taxi de vuelta a casa me salió por un pico porque Zeus vivía en la otra punta de la ciudad, y c) acabé limpiando hasta azulejos que no manché por puro cargo de conciencia.

Autora: La niña del exorcista