Aquel verano pintaba magnífico. Segundo año de carrera superado, más de dos meses de libertad y millones de planes en la agenda. Tenía tantas paradas por delante que más que una persona parecía una linea de metro.

A mi grupo de colegas y a mí nos costó decidir si el irnos una semana a casa de una compañera sería un buen plan. No tanto por la idea en sí, que molaba muchísimo, sino por aquello de largarnos cinco mozas a un caserón propiedad de una familia que ni conocíamos.

Ella nos insistió tantísimo que terminamos aceptando. Una casa bestial, bien comunicada con un pueblito turístico, playita, piscina… Nuestra primera parada estival prometía.

Ya cuando el coche nos dejó en aquella imponente entrada pude yo imaginarme que el concepto que tenía de ‘casa de campo’ no era el mismo que el de mi compañera. Madremíadelamorhermososantísimo, el hall de aquel palacete tenía más metros cuadrados que todo mi piso. Tardé algo así como medio día en conseguir cerrar la boca de la sorpresa.

Dentro nos esperaba nuestra colega y anfitriona, y como dato inesperado, cuatro empleados de la familia que mantenían a punto aquel imponente lugar.

Mejor no os cuento cómo eran las habitaciones, solo diré que como sueño de mi infancia tenía el dormir en una cama con dosel y aquella semana fui una princesa feliz.

El caso es que en medio de tanta alucinancia ante el casoplón había un grupo de mujeres jóvenes (nosotras) con muchas ganas de fiesta. Pasábamos los días entre piscineo, playa y copazos, hasta que una tarde una de mis amigas tuvo a bien proponer una salida nocturna al pueblo.

Nos acicalamos, nos vestimos nuestras mejores galas y allí que nos plantamos dispuestas a comernos la noche. Y claro que como en todas partes dimos con un par de garitos que eran el terror. Pero tres locales después tomamos posiciones en un pub ultra chulo con un ambiente muy guay.

Así fue como la fiesta se fue animando y yo conocí a un salmantino que me entró por el ojo nada más verlo. Venía yo de beberme un último chupito con una amiga y a él le pareció graciosa mi cara de sufrimiento. Lo mandé a tomar por saco por reírse de mí pero tampoco quise alejarme mucho de aquella sonrisa tan preciosa.

Que si me miras, que si te miro, que si bailas, que si yo no sé bailar, que si te enseño, que si te pongo aquí una mano, que si te estás acercando demasiado… y ¡plas! Tocada y hundida en los brazos del salmantino.

El asunto se fue calentando y después de unas horitas de achuchones y besos nada castos fui yo la que le propuso a él terminar lo que habíamos empezado. No se me ocurrió mejor idea que la de invitarlo a Villa Casoplón. Nada más poner un pie en la entrada el salmantino me miró con cara de desconfianza y yo le respondí muy segura que aquella era una casa de lo más normal. Así, como si aquí una servidora viviese a diario en palacios y palacetes.

Cuando conseguimos llegar a mi habitación la pasión se apoderó de mí. Me apoyé contra uno de los pilares del precioso dosel y me dejé querer al estilo salmantino. Aquello seguro que no lo hacían las princesas de mis cuentos, ¡ay, lo que se perdían!

Después nos tumbamos sobre la cama y me animé a regalarle a mi amigo castellano una felación de esas que hacen historia. Me convertí en la trabajadora del falo. Estaba poniendo todo mi empeño en hacer la maniobra perfecta hasta que de pronto, así sin avisar, mientras tenía aquel pene entre mis dos manos, el salmantino se corrió pero como si no se hubiese corrido nunca antes.

En la vida había visto tanto semen junto, menudo lechazo. Él se incorporó de golpe y yo me quedé paralizada con las manos cubiertas de pringue. Me pidió perdón mil veces y a mí entonces me entró la risa. Nos levantamos y mientras intentaba limpiarme fijé mi mirada en la cama.

¡Ostia! La preciosa colcha que cubría el colchón estaba ahora empapada por la lefa. Sus hilos dorados y lilas completamente pegajosos. Salí corriendo al baño en busca de una toalla, agua y jabón.

Froté como si la vida me fuese en ello y decidí colgar las pruebas del delito de un lado del dosel para que secase durante lo que quedaba de noche. No podía dejar que nadie viese aquello. Antes muerta que culpable.

Despedí al salmantino rey de las corridas y tras verlo largarse en su taxi me fui directa a la habitación de una de mis amigas para llorarle mis penas y mis preocupaciones. Casi no había pasado ni una hora y en la colcha se volvía a intuir que la lavadita no había servido de nada. El semen seguía presente y muy muy visible.

Aguanté el ataque de risa de mi colega y le pedí ideas, ayuda desesperada. Era mi impresión o la mancha era cada vez más horrible. Qué pesadilla.

Visto lo visto al final optamos por doblar de la mejor manera posible la manta para así meterla muy al fondo del armario de la habitación. Era una idea de mierda, evidentemente. Pero a las seis de la mañana, medio borrachas y en tensión no se nos podía pedir más.

Y es este el instante en el que la historia llega a su top. Un giro de los acontecimientos fruto de la casualidad y el karma. Otros lo llaman mala suerte.

Me levanté resacosa y pensando en si debía o no contarle a la dueña de la casa mi cagada monumental (aunque no era caca precisamente) y cuando estaba a punto de entrar en la cocina escuché una voz nueva, desconocida.

La madre de mi compañera y auténtica propietaria de todo aquello se había presentado de visita. Una señora elegantísima, educadísima y guapísima. Muy amable nos dio los buenos días para después proponernos un desayuno en la terraza.

En medio de la conversación surgió el tema de lo maravillosa que era aquella casa. Como era de esperar, la mujer nos empezó a contar detalles sobre la antigüedad, el mobiliario, los jardines… hasta que de repente apuntó a un asunto de especial trascendencia:

Hasta las colchas de las camas son un regalo finísimo de un diplomático marroquí. Están bordadas en hilo de oro, son piezas únicas‘.

Quise morirme allí mismo. Así entendía por qué nos habían recomendado no dormir usando la colcha. Yo que soy muy zopenca lo había achacado al calor. ¿Pero a quién se le ocurre usar a diario colchas con hilo de oro? ¿Estamos locos o qué?

Me pasé el resto del día fatal y sin querer salir de mi habitación . Entre otras cosas porque si lo hacía corría el riesgo de que uno de los empleados se dirigiese a arreglar el cuarto y echase en falta algo. Hasta busqué en internet cuánto podría costar reponer tremenda pieza. Solo dos palabras: valor incalculable.

Después de mucho valorarlo, fui valiente. Saqué del armario la colcha y la desplegué de nuevo sobre la cama. Estaba cuarteada y con un aspecto nada bueno. Salí de la habitación y busqué a una de las trabajadoras hasta que di con una de las mujeres más mayores y silenciosas de la plantilla. Tras pedirle que me acompañase, le mostré el accidente y ante su cara de espanto… mentí como una bellaca.

Se me cayó anoche un vaso de leche y mire cómo está ahora…

La señora me miraba con claras ganas de mandarme a la mierda pero la educación le podía. Rascó con una uña una parte de la mancha y solo la escuché decir entre dientes la palabra ‘leche’ mientras elevaba una ceja.

Cerré el pico y me dispuse a hacer la maleta para largarme de allí al día siguiente con el resto de mis amigas. Nunca volví a preguntar a mi compañera por el estado de la preciosa colcha marroquí. Lo que tengo claro es que el lechazo del salmantino fue uno de los más caros de la historia, fue de valor incalculable.

 

Anónimo

Fotografía de portada

 

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