Puede que el inicio de mi drama del folleteo no os resulte demasiado original, pero os recomiendo leer esta historia hasta el final para que podáis comprender por qué me he decidido a contarla.

En mi defensa diré que ya han pasado unos años desde aquella fatídica noche. ¿Quién no ha tenido que buscarse la vida para echa un polvo cuando vives con tus padres? Bueno, no quiero hacer spoiler, me pongo con el relato.

Tendría yo veintipocos, en plena época de estudiante y descubriendo un mundo de fiestas, alcohol y mucho sexo. Digo lo de mucho sexo porque hasta que no entré en la universidad no lo había ni olido, pero como por arte de magia, fue cumplir los dieciocho y ponerme a follar como una loca.

Que cuando una descubre el gustirrinín del sexo, no hay quien pare.

En seguida me di cuenta de que lo mío no era lo de atarme a nadie, ni hombres ni mujeres, así que yo vivía mi vida sexual con total libertad tocando un poquito de allí, otro poco de allá, sin nadie que me recriminara mi libre albedrío El único inconveniente de esta nueva vida que me estaba planteando era que todavía residía bajo el mismo techo que mis padres, por lo que muchas veces tenía que echarle imaginación al asunto para poder quedar con alguien en plan folleteo.

Casi siempre encontraba solución en casa de alguna compañera de clase, alguna que otra se planteó muy en serio lo de empezar a cobrarme por horas como si aquello fuera un motel. Pero no les faltaban razones para quejarse, que tu colega te llame a las cinco de la mañana desesperada por si puede ir a echar un polvo a tu casa es una putada muy grande. Desde aquí, si os dais por aludidas, sorry amigas.

El caso fue que aquella noche en plena fiesta de la facultad de medicina (lo recuerdo porque allí había muchas batas blancas y no era precisamente un hospital), conocí al que vamos a llamar Fernando. Yo, para variar, me había tomado algún chupito de más y él también llevaba algún cubata extra en la sangre. Ambos llevábamos ese pedillo gracioso de comerle la oreja a la gente y reírte de tonterías, así que cuando dimos el uno con el otro en seguida empezó el tonteo.

Fernando empezó a contarme no sé qué de que estaba de visita en casa de un amigo, yo le rallé la cabeza con una asignatura de la carrera que no me molaba nada, y creo que ambos por hacernos callar mutuamente nos empezamos a enrollar.

Sí, con esta pasión.

Al cabo de un ratillo de besos y magreos en aquel local que no podía estar más a tope, le propuse a mi ligue el irnos a otro lado. Me dijo que su colega tenía compañía y que no podríamos terminar en su casa, así que yo rápidamente saqué el teléfono dispuesta (again) a llamar a mi compi de clase. Él me frenó, ‘no te preocupes, tengo coche‘, y me agarró de la mano llevándome fuera del local.

Yo solo pensaba en que quizás quería llevarme a algún lado, y la verdad es que llegué a desconfiar de Fernandito. Aunque para no hacerme mala sangre sin motivos, decidí preguntarle cuál era su plan entre morreo y morreo.

¿Nunca te lo has montado en un coche?, algún lugar habrá donde podamos aparcar y echar un polvo‘. Entre lo caliente que yo estaba y que nunca lo había hecho de esa manera, pues me dejé llevar y allí que nos fuimos los dos.

Primera incógnita, dónde ir para estar a solas y que nadie nos viera. Tenía muchas amigas que triscaban habitualmente en el coche de sus parejas, pero jamás se me había ocurrido preguntarles dónde lo hacían. Yo guié a Fernando a una zona deportiva a las afueras de la ciudad como si supiera mucho del tema.

En cuanto paró el coche me abalancé sobre él. En dos segundos le había quitado jersey, camiseta y casi pantalones y yo ya estaba desabrochándome el sujetador. Sí, soy una chica efusiva, no hay que perder el tiempo.

Por lo que recuerdo el coche de Fernando era algo más amplio.

No tenía nada claro cómo íbamos a hacerlo, así que se me ocurrió reclinar el asiento delantero para poder tumbarnos. Me acosté y dejé que mi nuevo amigo me empezara a comer el asunto como buenamente podía. Allí estábamos los dos, en medio de un aparcamiento, dentro del coche y en pelota picada.

De repente noté un movimiento fuera del coche. Se me cortó un poco el rollo pero imaginé que la bebida me estaba jugando una mala pasada, así que seguimos a la nuestro. Sujetaba la cabeza de Fernando para que no dejara de hacer lo que tan fantásticamente estaba haciendo.

Pero de nuevo tuve la sensación de que las farolas de fuera se movían, y esta vez más rápidamente. ‘¡Para, para! ¡Qué nos estamos moviendo!‘. Los dos nos sentamos y pudimos ver que, efectivamente, el coche estaba rodando y cada vez más rápido. Con toda la pasión con la que habíamos llegado hasta allí ni cuenta nos habíamos dado de que el parking estaba en pendiente y el freno de mano no estaba bien puesto.

A Fernando se le salieron los ojos de las órbitas y sin pensárselo dos veces salió corriendo del coche. No tengo muy claro por qué lo hizo, si para pararlo o para salvar su vida, pero allí me quedé yo sola, desnuda y con cara de ‘oh Dios voy a morir a medio follar‘.

Yo viendo mi vida pasar ante mis ojos.

La escena era un cuadro. Yo, encima, no tuve los reflejos suficientes para echar el freno. Solo miraba por la ventanilla esperando el fin. Y en menos de cinco segundos, ¡crash!, allí terminé contra otro vehículo que estaba aparcado en una calle perpendicular.

La pendiente no era mucha así que el golpetazo no me hizo prácticamente nada, pero el coche de Fernando sí que se llevó un buen bollo. Me vestí rápido y salí para ver los desperfectos. Mi amigo miraba su coche con pena y creo que del susto ni cuenta se dio de que estaba con la minga al aire en medio de la calle.

Lo miré de arriba a abajo ofreciéndole al menos los pantalones, nos quedamos en silencio y nos dio un ataque de risa. Nunca más he intentado follar en un coche, y me lo han propuesto, pero siempre siempre respondo que yo soy más de sexo seguro.

 

Anónimo