El profesor de CrossFit que daba clases de lengua

Pues sí amigas. Y qué lengua.

Os pongo en situación. 33 años, 120 kilos y un problema de pulsaciones muy elevadas que implica pastillas para el resto de mi vida. Empieza la dieta, le sigue el gimnasio y en algún momento de esta maravillosa aventura pierdo casi 30 kilos y hago un cardio pa’ morirse.

Los lunes dejaron de ser tan lunes desde el momento que pisé esa sala de CrossFit. Ese monitor de 25 años que te acaricia la espalda para corregirte las posturas al levantar peso, ese monitor que te mira, te sonríe y te embaraza. Ese monitor, amigas. Gracias a ese monitor los lunes son menos lunes y los sábados son una locura. Vamos a llamarlo Toni.

No os equivoquéis. No voy a contaros ninguna historia de amor, al menos de momento. Esta es simplemente una reivindicación de que las treintañeras todavía tenemos mucha guerra que dar. Estamos en una edad en la que gustamos a los de 20, a los de 30, a los de 40 y a quien nosotras le demos la gana. 

Empecé las clases renegando de Toni. Me recordaba tan claramente a los chavales que me habían hecho bullying en el instituto, que decidí que él tenía que ser tan gilipollas como ellos. Que se mirase todo el rato en el espejo de la sala mientras nos explicaba los ejercicios, que se encantase a sí mismo y presumiera constantemente de sonrisa perfecta con dientes blanqueados tampoco ayudaba. 

Luego aprendí dos cosas. La primera es que era totalmente necesario mirarse en el espejo si no querías hacer mal los ejercicios y lesionarte (esto lo aprendí la primera semana con un tirón en la lumbar). La segunda es que me encantaría ser el espejo donde ese ser se miraba una media de ¿50 veces a la hora?.

La relación empezó con piques pequeños. Me gusta vacilarle a todo el mundo, pero en especial a los que se ríen y te la devuelven. Toni tiene ese sentido del humor. Acepta que te metas con él y que te metas con su trabajo, porque sabe que es una broma. Él siempre lo tuvo muy fácil, podría bromear sobre mi peso, sobre mi cardiopatía, sobre mi primera lesión, sobre todos los ejercicios que hago mal, y aún así, siempre encontraba una respuesta inteligente e ingeniosa sin faltarme nunca jamás al respeto. 

Así comenzaron nuestras batallitas diarias. Entrenar se volvió más ameno para mi gracias a su presencia, y además, tener relación con alguien que me recordaba a todos los fracasos sufridos en el instituto me empoderaba. 

Me empoderaba hasta el punto de comenzar a seguirle en Instagram, y ver cómo nuestras bromas iban más allá de las clases, y tenían lugar también como respuesta a algunas historias. Bromas que se convertían en horas y horas de conversación a lo largo de las semanas.

Creo que era el morbo. El poder de una relación que ocurre a la vista de todo el mundo y nadie lo sabe. Miradas en clase y bromas cómplices que escondían horas y horas de conversación, de conocernos el uno al otro.

Y llegó el día. Un sábado. El cumpleaños de una amiga. Allí estaba él. En una discoteca mejorando, como él dice, la media de edad.

El baño de la discoteca se nos quedó corto, al igual que el parque que nos quedaba de camino a casa. Mi cama lo resistió bastante bien la verdad. Durante varios sábados al menos.

Una vez superada la primera clase después del polvazo, las clases siguieron con toda la normalidad con la que pueden seguir sabiendo que una alumna se está beneficiando a su profesor, el cuál era menor de edad cuando tú tenías la suya. 

Además, está el beneficio de haber aumentado un día de ejercicio a la semana, pues de unos meses para acá, hemos añadido a los sábados la rutina del cardio.

 

Anónimo

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