Sí, suena guarrete y es que lo fue, en todos los sentidos posibles porque, de verdad, lo que no pase en un piso de estudiantes no pasa en ningún lado.
He tenido la buena suerte de nacer en una ciudad universitaria y turística a más no poder. Tanto que en verano se vacía de estudiantes y al poco se llena de turistas y los autóctonos siempre tenemos carne fresca a nuestro alcance. Aunque he pasado mis años de universidad viviendo con mis padres, he tenido el privilegio de pasar muchas horas y muchas juergas en el piso de mis compañeras-amigas, y las historias dan para una antología… Los jueves por la tarde siempre empezaban igual, la excusa del trabajo en grupo nos llevaba al piso de alguna de mis compañeras. Cuarenta y cinco minutos escasos de intercambio medio serio con una de nosotras frente al ordenador dándolo todo, para después bajar al super a por litronas y algo de picar.
Pero las mejores quedadas eran sin duda en las que contábamos con “artistas invitados”, o sea, colegas de mis colegas llegados de otros lugares, muchos ni recuerdo de dónde, y que se apuntaban a los curiosos rituales de juegos y alcohol de cada semana.
El artista invitado y protagonista de esta historia es el chico-warner; ojos claros, pelo despeinado, cara de gamberro y algún centímetro menos de los que me gusta… y eso que yo no soy muy alta XD.
Mucha cerveza después de las presentaciones, unos chupitos de un licor de dudosa procedencia y una broma con un vaso lleno de tinta, me llevaron al baño, a trompicones, con una incontenible avalancha de tropezones de pizza empapada en alcohol.
El momento de sacarlo todo a modo de exorcismo es asqueroso, pero el siguiente instante en el que te incorporas a duras penas buscando papel o alguna toalla que profanar en ese baño que no para de bailarte alrededor, es asqueroso y además muy patético; aún tienes restos de la pota en la comisura de esos labios que casi ni sientes, tienes salpicaduras en la ropa que intentarás ignorar el resto de la noche y, por supuesto, siempre hay alguien al otro lado de la puerta dándote voces para que salgas.
Pues resulta que esa gloriosa vez, las prisas y la que llevaba encima, me hicieron olvidar algo tan primario como cerrar con pestillo la puerta del único baño de un piso lleno de gente y cuando me encontraba en el momento de incorporarme de la taza a rebosar de los restos de mis entrañas, me topé de morros, literalmente, con este chico tan majo que acababa de conocer unas horas antes. Y sí, prometo que me metió todo el morro sin dejar casi ni que me incorporara, mucho menos darme una limpiao o un agua… y no sé si ganó el asco o la vergüenza, pero le separé de un empujón mientras le gritaba ¡que estoy potando, tío!
¡Qué momentazo!, visto desde fuera claro, porque para mí fue una mierda encontrarme en ese pequeño espacio con este chico riéndose a carcajadas, diciendo que no le importaba, mientras yo procuraba recuperar algo de dignidad tirando de la cadena y limpiándome la cara a toda prisa.
Al poco, ya teníamos a una de las dueñas del piso en la puerta llamando y gritándonos que si ya le estábamos dando al tema que nos pirásemos a un cuarto…
Os parecerá una tontada, pero la vergüenza máxima llegó al salir los dos del baño, sin haber hecho nada más cochino que intercambiar restos de vomitona y volver al sarao, yo con cara de circunstancias y él con sonrisa de triunfo que yo no acababa de entender hasta que todos los hijos de pocoyo del salón empezaron a jalearle como si hubiese ganado un Roland Garros y entones lo entendí. La metida de morro había sido una putiprueba del juego para convertirse en el dueño y señor de las normas durante el resto de la noche…
No mentiré, el chico me molaba un poquico y me sentí aliviada al ver que no era un rarito comepotas, lo malo es que lo que vino después superó con creces el momento del baño.
Como se había ganado el derecho a poner las normas que le saliesen del pirulo tropical, cada vez que era su turno se inventaba alguna prueba ridícula como bailar “que viene mama pata”, pasar un pósit absorbiendo con la boca…, todo para que acabásemos en posturas rozonas y cochinillas y tanto, tanto me buscó que en la madrugada me encontró y, por supuesto, no podíamos culminar la historia en otro sitio mejor que en el que vivimos nuestro primer instante íntimo, pero ya sin vomitona, claro.
El polvo resultó regulinchi no os voy a engañar.
Al final se marchó para los madriles al día siguiente y no volví a verle más y os preguntareis por qué este tío sigue guardado en la agenda de mi móvil como chicho-warner y no como chico-pota…, pues porque resulta que se pasó los siguientes tres meses mandándome mensajes cada semana para invitarme a la Warner y fue tan pelma, que os juro que todavía hoy no he visitado ese sitio y ni ganas que tengo…
Maragla