Es verdad que no soy una de esas mujeres que llevan soñando con la maternidad desde niñas. Yo, de niña, solo quería ser mayor y libre. Quería tener un trabajo guay con el que ganar mucho dinero y poder comprarme lo que quisiera e ir a donde quisiera. Con los años fui matizando mis objetivos, inclinándome por unos trabajos más que por otros y añadiendo una pareja a la ecuación, ahora sí, ahora no. Según el día.

Luego me hice mayor, empecé a salir con chicos y después de algunas relaciones más o menos serias, me enamoré hasta las trancas y me casé. Lo de casarme no era algo que tuviera en mis planes, pero es que me fui a enamorar de un chico de estos tradicionales. De los que quieren salir un tiempo, ahorrar para la entrada de un piso, comprarlo, casarse y tener hijos. Por ese orden.

A mí lo del matrimonio me daba igual, lo del piso en propiedad no me preocupaba y lo de tener hijos… se fue cociendo a fuego lento. Nunca sabremos qué habría pasado de haberme decidido antes, solo que, para cuando lo intentamos, nuestras células y mi cuerpo no estuvieron por la labor. Al parecer, nuestra única opción era la reproducción asistida. Y eso si la suerte estaba de nuestro lado.

No obstante, el principal problema no era el dinero ni la suerte, sino que mi marido no estaba dispuesto. Según él, si la naturaleza no nos daba hijos, por algo sería. No quería ni hablar de tratamientos de fertilidad, de adopción o de acogida. Lo tenía tan claro, que no me quedaba otra que aceptarlo o dejarle. No había más. Y, como le quería, lo acepté.

 

Hasta que fue él quien me dejó a mí y a los pocos meses se fue a vivir con una chica más jovencita. Con la que tuvo no uno, sino dos hijos. Cosa que no hizo a propósito, lo sé, pero que me hacía sentir miserable y estúpida a partes iguales. Porque yo había renunciado a mi maternidad por él. Había dejado pasar mis años más fértiles por él y sus convicciones. No me parecía justo.

Así que, después de meditarlo muchísimo, decidí que quizá no era tan tarde, que aún tenía una pequeña posibilidad que debía aprovechar. Me sometí a un tratamiento de fertilidad con semen de donante, tuve mucha suerte, fui madre a los 48 y estas son las razones por las que no me arrepiento:

  • Porque, al contrario que mi cuerpo físico, mi yo de cuarenta y tantos es mucho más maduro, fuerte y valiente que la chica que fui entre los veinte y los treinta y cinco.
  • Porque fui madre en una etapa vital serena, asentada y estable incluso a nivel económico y laboral. Lo cual me permitió vivir el embarazo y la llegada de mi hija con una tranquilidad que no habría tenido de haberlo hecho unos cuantos años antes.
  • Porque había renunciado a la maternidad por los motivos equivocados y me culparía por ello toda mi vida.
  • Porque, pese a tenerlo todo y a todos en contra, luché por ello. Y estoy muy orgullosa de mí misma por no haberme rendido. Por no haber cedido a la presión ni al miedo.
Fui madre a los 48 y estas son las razones por las que no me arrepiento
Foto de Tom Fisk en Pexels
  • Porque, a estas alturas de mi vida, he hecho la mayor parte de las cosas que quería hacer. He estudiado lo que quería, viajado todo lo que pude, alcanzado mis ambiciones laborales… La maternidad no supondrá en mi caso un freno ni un límite para ninguno de mis objetivos. No hay lugar al arrepentimiento ni la frustración en ese sentido.

 

  • Porque tal vez no tenga la energía, la paciencia ni la salud de hace veinte años, pero siento que la maternidad me ha rejuvenecido. Estoy viviendo experiencias que no imaginaba ya que podría vivir. Veo el mundo desde una perspectiva diferente. Más positiva, más amplia, más divertida y feliz.
  • Porque la miro y siento que es lo mejor que he hecho en toda mi existencia.

 

Porque soy de las que piensan que el peor arrepentimiento es el de no haberlo intentado.

 

Lola

 

Envíanos tus vivencias a [email protected]

Imagen destacada