Una de mis amigas sufrió hace un par de años un episodio nefasto de dolencias estomacales y náuseas continuas. Tras múltiples pruebas, las sanitarias optaron por recomendarle suprimir el consumo de ciertos alimentos para identificar la causa de los problemas. Dejó de comer todo lo que contuviera gluten, lactosa y huevo, lo que redujo mucho las posibilidades de su dieta.

Como resultado, ella comenzó a sentirse mejor. Y, además, perdió alrededor de 20 kg. Su figura cambió mucho y, a juicio social, se adscribió a los cánones. Comenzaron los piropos: “Qué guapa estás”, “Qué bien se te ve”, “Estás más delgada”… No hace falta que entremos en lo diabólico que resulta esto de validar cuerpos ajenos en base a los cánones, y comentar el físico de las demás sin saber lo que hay detrás. Que, en este caso, era mucho malestar.

Es cierto que ella comenzó a sentirse mejor consigo misma, tanto porque desaparecieron muchas molestias como porque se veía mejor físicamente. Sin embargo, desde donde yo lo veo, el resultado es que ha desarrollado una relación tóxica con la comida. Ha asociado la evitación de ciertos alimentos a ese bienestar, aunque su consumo no le provoque molestias. Actúa como si tuviera intolerancias que no tiene. Me explico.

Esto no lo como… bueno, sí

Leo en artículos como este que las intolerancias pueden ser transitorias. Eso ya me da algunas pistas, pero hay cosas que se pueden constatar analizando el comportamiento que tiene mi amiga ante la comida.

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Cuando vamos a un restaurante o hacemos una barbacoa, ella insiste en lo que puede y no puede comer. Es tajante con sus expresiones, su tono y sus gestos. Pero basta con convivir con ella unos días (de vacaciones, por ejemplo) para observar el cambio. Por lo general, evita un variado número de comidas. Pero, en determinadas circunstancias, come de todo.

Hace poco se puso hasta las manillas con unos pastelitos no aptos para intolerantes, con su gluten, su huevo y su todo. Cuando una amiga la advirtió (“¡Tía, a ver si te vas a poner mala!”), ella aclaró que no pasaba nada. Y confesó que, técnicamente, no tiene un diagnóstico firme que contravenga el consumo ni de gluten ni de otros alimentos.

Fundamentalista alimentaria

Lo que ella haga con su vida o con su cuerpo es cosa suya, está claro. Ni siquiera me siento capacitada para darle consejos, que para eso están las profesionales de la nutrición y la salud. La cuestión es que esta relación tóxica que yo creo que ha desarrollado con la comida nos está empezando a afectar.

Ha alcanzado niveles de queja continua si no comemos en un sitio determinado o a una hora determinada. Nos afea que pidamos cosas que el resto sí podemos comer, y ni hablemos de pillarle una patatita de su plato. Para ella, es el equivalente a robarle el tentempié de media mañana a un niño en el recreo. El otro día, casi monta un consejo de guerra cuando una amiga cortó su bocadillo de pan con gluten con el único cuchillo que había en la mesa, y que ella tenía que utilizar después.

Alguna ha llegado a sentirse mal. Y es cierto, hay que ser extremadamente cuidadosas con temas de contaminación cruzada cuando se trata de velar por el bienestar de una amiga, que tiene derecho a disfrutar como las demás. Pero, joder, después de lanzar tus acusaciones, con toda la indignación, ¡no te comas una bandeja de pastelitos en mi puta cara!

Actúa con nosotras como una fundamentalista alimentaria, pero enseguida cae en incoherencias con su actitud. Así que estamos pasando de sentir pena por lo cortísimo de su menú a enfado e indignación por cómo pretende imponer su criterio.

Después de todo, no la culpo solo a ella por esto. Es posible que el sistema sanitario no le haya hecho un seguimiento apropiado, o que nadie la haya informado bien, o que haya sufrido varios episodios de malestar por negligencia a la hora de manipular alimentos y esté harta. Sea como sea, hay cosas de su actitud que debería cambiar. Habrá que tener una conversación con ella.

Anónimo