El primer paso dicen que es el más complicado.

Aunque el arte del diálogo se me da decentemente bien, mover mi maravilloso trasero y someterme a los extraños juegos que mi querida cita tenía preparados para mí me daba, cuanto menos, pocas ganas de acudir a nuestra velada.

Nunca había ido a un encuentro como este, y era precisamente mi inexperiencia la que me hacía visualizarme como una especie de ser inepto y extrañamente optimista que se somete voluntariamente a algo que sabe, o cuanto menos sospecha, que no va a ser capaz de afrontar.

Ya lo veía escrito en mi lápida:

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA.

Pero ni mis maravillosos pensamientos motivadores, ni mis pocas ganas de verme abocada a un estrepitoso ridículo me paralizaron.

Las ganas que tenía de salir de mi zona de confort eran mayores que cualquier otro sentimiento que pudiera experimentar, y fruto de una curiosidad feroz allí me encontraba, lista para morir.

Una vez superada la primera cita y después de todo lo que uno puede desear de un primer encuentro satisfactorio: mucho sudor, jadeos, trotes varios, sentadillas profundas y una paz mental inusitada, me sentí como nunca antes.

Imaginándome ahogada en mi propio sudor (o en mi propio vómito), siendo incapaz de seguir el ritmo a ningún ser que frecuentase aquel sitio, sorprendida me hallaba cuando lo que encontré de mi fue a alguien capaz.

Me convencía a mí misma de no plantarme en cualquier momento, o de seguir, repetición tras repetición a una más, y a otra y a otra, cosa que muchos de los que me rodeaban no parecían hacer, y que me otorgaban en ese preciso instante un poder desconocido.

Vaya, no estoy tan mal, ¿no?

Habiendo vivido en mis propias carnes lo que era aquello, me prometí a mí misma no saltarme ni un entrenamiento, ser constante y sacarle todo el jugo a lo que el Crossfit tenía que ofrecerme. 

A día de hoy y más de tres meses después de esa promesa no he hecho más que disfrutar de las mieles que tenía por descubrir de este deporte, enamorándome cada día de lo que me hace sentir y de cómo ha cambiado la forma en que yo misma me concibo.

El hecho de entregarme libre y voluntariamente a dos entrenamientos semanales donde me dejo la piel y me convierto en un tomate sudoroso e hipertrofiado ha hecho que me vea como una tía dura, disciplinada, y con un par de ovarios como una catedral.

Me siento mil veces mejor.

Me atrevería a decir que hasta me caigo mejor.

Descubrir el placer de la incomodidad y el sacrificio por lo que merece la pena es un camino que he transitado poco, un placer adulto al que no todo el mundo está dispuesto a sucumbir.

Ya no espero unas ganas locas cada día que voy a entrenar. 

Son muchísimos los días en los que entro al box preguntándome quién cojones me ha empujado hasta allí y por qué, pero una vez que empiezo a cumplir repeticiones y mi cuerpo empieza a transpirar más que los Geox entonces comienza mi verdadero disfrute y me siento tan vital como una niña en un parque.

Cada vez que salgo de mi gimnasio pienso extasiada: “Dios mío qué paliza, estoy reventada. QUÉ MARAVILLA”

Es un placer masoquista.

El Crossfit es mi Christian Grey y yo su Anastasia.

Gracias a él he aprendido a dejar pasar las justificaciones “cómodas” de mi cerebro para quedarme estancada donde quiera que me encuentre, segura, sin riesgo ni ventura.

Y sin gloria.

La gloria de saberme capaz de todo aquello que me haya propuesto.

 

Victoria Martínez