Digan lo que digan algunos y algunas, después de 20 años en la misma relación, el sexo pierde calidad. Y la pierde por un factor muy concreto que tiene que ver con la fantasía, la imaginación, la idealización. El sexo en sí puede ser buenísimo, puedes tener un máster en técnica, y tu pareja ser el dios del sexo tántrico, pero la cabeza es la cabeza, y es mucho más fácil (casi inevitable, diría yo) dar rienda suelta a la imaginación y a la fantasía erótica cuando no has convivido con esa persona durante la más de la mitad de tu vida. No hay nada de malo en ello, o nada tan malo como para sacrificar el resto de maravillas de una relación porque el sexo no sea el soñado. Sin embargo, es natural aspirar a buscar otras maneras de conseguir esa sensación que parece pertenecer solamente a las primeras etapas de los idilios amorosos. Dicho esto, mi marido y yo nos propusimos hacer role play, es decir, asumir roles ficticios en un escenario concreto pero imaginario. Me explico. En casa, usábamos disfraces y cosas súper básicas y estereotipadas: el fontanero que viene a arreglarme la tubería de la cocina, la profesora particular que tiene calor y se quita el vestido, etc. No voy a decir que fuera un desastre total, pero, al ser tan típico, de chiste casi, nos entraba más la risa que las ganas de follar, y aunque sí pasábamos un buen rato, el objetivo no se cumplía. 

Así que decidimos hacer de personas “normales”, sin oficios de por medio, pero cambiar de escenario, y que fuera en un bar que no conociéramos y donde no nos conocieran, claro. 

Decidimos lanzarnos un viernes por la noche, y quedamos en el bar de un hotel en el centro, con intenciones de coger una habitación si la cosa merecía la pena. Cuando llegué yo, él ya estaba sentado en la barra del bar, muy como en las películas. Me sorprendió no haber sido yo la única que se había currado el outfit hasta el último detalle: él llevaba traje con camisa un poco desabrochada, como si se hubiera quitado la corbata después del trabajo, y no solo se había afeitado sino que había pasado por la peluquería. Estaba guapísimo y miraba su vaso (creo que de whiskey) mientras lo agarraba con las dos manos. Yo me puse a pedir a un metro y pico de distancia de donde estaba él, y noté cómo me miraba de arriba a abajo. Me había puesto un vestido nuevo con transparencias, y dejaba a la vista (si te fijabas bien), que no llevaba ropa interior. Me senté en un taburete y estaba pensando cómo iniciar la conversación, cuando vino el camarero y me dijo que  el caballero de la silla de al lado me invitaba a la consumición (un vino blanco, en mi caso). Fue la excusa perfecta para mirarle y darle las gracias sonriendo. Bajo la atenta mirada del camarero, él arrimó su taburete y se sentó a mi lado. La cosa iba bien. 

Empezamos a hablar, y ahí es donde vimos la dificultad. En el momento de dialogar era cuando no podíamos mantener el tono erótico y misterioso. Cualquier cosa que dijéramos sonaba súper actuada, y nos cortaba el rollo mogollón, así que preferimos seguir más bien con gestos o movimientos. Por mi lado, una mordida de labio, un cambio de postura donde me dejaba entrever un pezón, una caricia demasiado cerca de su entrepierna… Mi marido, por su parte, sabe que los antebrazos son una parte que me encanta del cuerpo masculino, así que se remangaba y los mostraba, pero no se le ocurría mucho más, así que se dejaba hacer con cara de estar excitándose, lo cual a mí me ponía cada vez más. 

Cuando tenemos sexo, hay momentos concretos en los que me gusta fingirme sometida, y tengo una señal que le suelo hacer a mi marido para darle luz verde a esa recreación concreta. Así que, en el bar, cuando las cosas ya estaban muy calientes, le hice esa señal, para ver cómo reaccionaba, y preparándome para pasar la noche en el hotel. Él captó la señal al vuelo, y se acercó más. Me agarró del cuello y yo hice amago de retirarme, porque de eso va el juego del sometimiento, y entonces él me agarró un poco más fuerte y del pelo, para sujetarme la cabeza fuerte. Exactamente lo que buscaba. Me soltó un poco bruscamente y se fue al mostrador a coger habitación. Yo me quedé en el sitio, un poco avergonzada por la situación, pero con unas ganas tremendas de subir a la cama. El problema vino cuando se me puso el camarero delante y, con el móvil en la mano, me dijo: ¿Necesitas que llame a la policía?.

Por supuesto que no hubo ningún problema y la cosa no requirió más que una explicación y un rubor de los pies a la cabeza que todavía nos dura, pero por culpa del camarero (el pobre pensó que hacía la buena acción del día), se nos cortó el rollo y no pudimos echar uno de los mejores polvos de la vida.

 

Anónimo

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