Mi marido es un bueno para nada. Literal. Ni la maleta sabe hacerse. No solemos salir mucho de vacaciones porque nuestros trabajos no son compatibles. En esta ocasión, hicimos el esfuerzo de viajar juntos y creo que más nunca. Un inútil.

No lo vi venir. Si bien es verdad que la convivencia del día a día me ha ido dejando pistas, el periodo vacacional ha sido la gota que colmó el vaso.

La organización previa

Creo en la planificación. Si sé que el viernes salgo de viaje, intento pensar en lo que voy a necesitar antes del día anterior. Quizá quiero usar una camiseta que está sucia y debo lavar o el bañador de hace dos temporadas ya tiene manchas de cloro y debo comprarme otro. Me anticipo para evitar sorpresas. Él, no. Él, si se marcha el viernes, el viernes hace la maleta. Con prisas, con enfados: “¿Dónde están mis piratas azules?”, pregunta. “Pendientes de arreglar la cremallera”, contestas. Ahí es cuando empiezan los improperios y las maldiciones, siendo la culpa siempre tuya. En ese momento, convertido en una contrarreloj, comienza a llenarse la maleta con un sinfín de prendas sin sentido: se va una semana a la playa y mete más zapatos que calzoncillos, se olvida el bañador y coge la toalla descolorida del fondo del armario.

Mientras él sigue peleándose con sus cuatro cosas, yo ya he preparado mi equipaje y de mis dos hijos pequeños, los accesorios del baño y he elaborado unos snacks para el camino.

De “¿Dónde está mi bañador?” a las visitas interminables al baño

Llegas al destino y, pese a haberse organizado sus cosas él solito, nunca sabe dónde tiene nada. Tiene delante la maleta, la que él mismo preparó, y sigue empalmando resoplido tras resoplido porque es incapaz de ver el bañador delante de sus narices. “Ya me lo olvidé”, “Me lo has cambiado de sitio”, “Tendré que comprarme otro”, son algunas de las fases por las que pasa antes de abrir los ojos y verlo ahí. Justo ahí. Donde lleva todo el puto rato.

A mí me gusta deshacer las maletas y usar los armarios del hotel o apartamento en el que voy a quedar durante los próximos días. Él, no. Él deja su ropa enfurruñada y luego no para de quejarse porque “esto o aquello está demasiado arrugado” y no puede usarlo; o porque metió prendas húmedas, cogidas del tendero por falta de anticipación, y las deja ahí criando hongo y olor a cloaca.

Pero es que los problemas de convivencia no acaban ahí. Las visitas al váter me amargaron las vacaciones. En casa, tenemos la fortuna de contar con tres baños: los niños comparten uno, mi marido tiene el suyo y yo el mío. No nos molestamos, no había supuesto un conflicto jamás. En vacaciones, solo teníamos un baño, ocupado el 99 % del tiempo por mi marido. Será la dieta del “todo incluido” en un bufet libre o el cambio de rutina, pero he tenido pájaros que cagan menos que mi marido. ¿Te quieres lavar los dientes? Ocupado. ¿Es la hora del baño de los niños? Ocupado. ¿Alguno de tus pequeños retoños, aún aprendiendo a controlar esfínteres, tiene una urgencia? Ocupado.

Oye, y yo encantada de perderle de vista un rato, pero es que siempre “está jodiendo”. Es más, yo por mí le hubiese trasladado la cama al baño, si tanta conexión generó con esa estancia, pero lamentablemente a la noche sí que venía a roncar a mi lado. El caso era “seguir jodiendo”.

El ir y venir (ir y venir) a la piscina

No entiendo como una persona que solo tiene que velar por sí misma, es capaz de olvidarse de tantas cosas. Sin ánimo de echarme flores, ya que es un don de muchas mujeres, pensamos en nosotras y en las necesidades de nuestro entorno de manera natural. Quizá se te puede olvidar algo, no somos superheroínas, pero coño… Cuando no son las gafas de sol, es el libro que se está leyendo o el móvil. Y lo mismo a la vuelta. Quién sabe, es posible que fuese una excusa para volver a sentarse en la taza del váter.

Y no quieras imaginarte las veces que decidí quedarme en la habitación, ya sea organizando o por el placer de la soledad, y él se adelantaba a llevar a los niños a la piscina. Se dejaba la crema solar o las gorras, o las dos cosas; los escarpines, ¡incluso toallas para todos! Muchos juguetes los di por perdidos. Un desastre. Desquiciante.

Al llegar, por supuesto, nada de tender las prendas mojadas: de vuelta al bolso. Tenía que ir yo al rescate.

Una y no más

No fueron unas vacaciones, fue una tortura. No tenía dos niños, tenía tres. Peor, viajé con un adulto disfuncional que protesta y actúa peor que un infante recién llegado al mundo. Ni comunicación respetuosa ni a gritos, la mejor manera de resolver este conflicto es evitándolo. Una y no más.

 

Anónimo

 

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