Era verano y yo estaba de vacaciones. Aquella noche salí con mis amigos, estaba bailando y riendo, apenas había prestado atención al resto del local. Pero al mirar hacia la barra le vi detrás de ella. Él estaba ocupado trabajando, no había reparado en que le estaba observando. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos yo dejé de bailar y él paró lo que estaba haciendo, sin dejar de mirarnos.

Y entonces me sonrió.

Tenía la sonrisa más bonita del local, la más bonita de la isla, puede que la más bonita del planeta. Una sonrisa que podría haber terminado con el crimen en el mundo pero que a la vez era un delito en sí misma. Una sonrisa que debería estar prohibida pero que no me cansaré de agradecer que no lo estuviera.

De repente me di cuenta de que yo también le estaba sonriendo. Me acerqué como cuando te aproximas al borde de un precipicio, por inercia, por pura atracción, porque no podía no hacerlo. Nos quedamos quietos el uno frente al otro. Le dije que me llamaba Miguel, él me dijo su nombre y ninguno pudo decir nada más, sólo sonreíamos sin dejar de mirarnos. Nuestros ojos decían el resto.

No sé de dónde sacó aquel trozo de papel y aquel boli, de detrás de la barra supongo, os prometo que no lo vi, lo único que sé es que un momento después tenía en mi mano ese trozo de papel con su número de teléfono. Volví a encontrarme con mis amigos, él siguió trabajando, yo seguí bailando. Pero a cada rato metía la mano en el bolsillo y tocaba aquel papel, puede que para estar seguro de no perderlo, puede que para cerciorarme de que era de verdad, puede que para ambas cosas.

Nada más terminar la noche, antes incluso de soltar las llaves tras abrir la puerta, le escribí un mensaje. Y él me contestó al instante. Las ganas de vernos nos comían por dentro. «Mañana, por favor».

Y mañana llegó.

Los dos llegamos al encuentro a la hora justa, nerviosos. Al vernos no pudimos decir ni «Hola», las ansias de besarnos eran más fuertes. Tanto que durante ese primer beso creo que hubo un instante en el que su piel y la mía se hicieron una. Y a partir de ese beso dejé de pensar, todo fue instinto y pasión.

Después de aquel momento mágico, del que sigo sin estar seguro si duró horas o toda una eternidad, nos quedamos mirando a los ojos, otra vez sin poder dejar de sonreír. Y, cuando estuvimos de pie el uno frente al otro, le dije:

– Me acabo de dar cuenta de algo.

– ¿De qué?

– De que medimos exactamente lo mismo.

– Es verdad…

– ¿Sabes qué quiere decir eso?

– ¿Qué?

Que estamos a la altura justa de nuestros besos…

Aquel día nos despedimos sin llegar a soltarnos del todo, diciendo otra vez: «Mañana, por favor»

Ese fue el primero de muchos encuentros juntos aquel verano, de muchas sonrisas, de muchos besos. Disfrutamos el uno del otro como si el mañana nunca fuera a llegar, como si el verano nunca fuese a terminar. Pero el verano terminó y yo me fui de la isla, llevándome su sonrisa conmigo y dejándole a él con la mía… y con la altura justa de mis besos.

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