La amiga gordófoba de mi madre

Algunas de vosotras, quizá muchas, habréis tenido que lidiar con comentarios y actitudes gordófobas al igual que yo. Hace poco estuve reflexionando sobre cómo me hacía sentir aquello y si de verdad todo el mundo que ejerce esas prácticas son personas gordófobas. Me planteé que, si se trataba de un comentario aislado, no implicaba necesariamente que la persona discrimine, humille o rechace de forma sistemática a personas gordas, sino que podía ser un reflejo de cómo han socializado toda su vida, de cómo se les ha educado, actuando desde la inconciencia y no con malicia, lo cual me provoca sentimientos encontrados. 

Enfrascada en ese debate interno sobre la cultura de la cancelación y la gordofobia me vino a la cabeza un episodio de mi vida: la amiga gordófoba de mi madre. Esta mujer encarnaba el paradigma de gordófoba. En mi vida me he topado con gente que me haya soltado tantas pullas: dependientas, sanitarios, vecinos, compañeros del colegio… algunos meros impertinentes; otros crueles. Pero la amiga de mi madre fue diferente porque desde primera hora expresó su rechazo hacia mi cuerpo de forma muy clara. 

Conocimos a esta mujer a mediados de los 2000, una época en la que el canon de belleza femenino aludía a la delgadez extrema, por lo que cualquier persona que se saliera de esos cánones, fácilmente, era tachada de gorda. Yo estaba en mi peso, no estaba ni gorda ni flaca, era más bien delgada, pero muslona (mi sello personal), y tendría unos 14 o 15 años. Ya arrastraba mis complejos desde la infancia y llegó ella para sobredimensionarlos.

La amiga gordófoba de mi madre

Siempre que me veía tenía que hacer alusión a mi peso, aunque fuera de forma sutil. Si me decía algo sobre mi peinado, incluso si era un halago, tenía que recalcar si ese corte me hacía parecer más o menos delgada, rollo “Te queda muy bien el pelo recogido, te hace la cara más fina” o “No te vayas a cortar el pelo así, que te hace gorda”. Tanto fue así que se empeñó en cortarme mi melena estilo La Pantoja (esto daría para un post aparte). Aquel día lloré. No solo porque me cortó mucho más de lo acordado, sino porque no paraba de justificar el corte como estrategia para disimular los supuestos kilos de más. Flipante. 

Otro detalle que detestaba era que, siempre que íbamos a su casa, nos ofrecía un té. Sin preguntarnos, a mi madre le ponía alguno con sabor a vainilla o caramelo y a mí el típico “silueta no sé qué”, porque “Hija, a ti te pongo este que te hace más falta”. Un puñetero té. Me privaba de un té al que ni siquiera le echaba endulzante para largarme no sé qué diurético. 

También intentó convencer a mi madre para que me diera una especie de jarabe adelgazante en un tiempo en el que cogí algunos kilos. Como sabía que me estaba acomplejando AÚN MÁS mi madre me preguntó si me lo compraba, con su mejor intención. Ella no se daba cuenta de lo que hacía esta señora, insisto en que era muy sutil y muchos de esos comentarios los hizo a sus espaldas. Al principio me pareció buena idea, pero no me hacía efecto (lógicamente), así que deduje que era alguna mierda con la que ella sacaba provecho y le dije a mi madre que se acabó el jarabe. Aquel incidente me sirvió al menos para que estuviera alerta de cómo se comportaba su amiga conmigo.

Se dieron muchos microataques a lo largo de esos años. El colmo vino cuando me trató de una contractura porque era osteópata o algo así. Estaba en Bachillerato y, para paliar el estrés, me apunté a un gimnasio y empecé a acudir a su consulta para tratarme de la espalda. Lo primero que hizo cuando llegué fue pedirme que me pesara. Yo le tenía un miedo atroz a la báscula y pesarme con ropa, delante de ella… fue horrible. No solo era innecesario para la terapia sino que me trató de forma condescendiente. ¡Achacó mis dolores de espalda a mi peso!, cuando apenas había puesto un par de kilos y no tenía ningún otro problema de salud salvo la contractura de marras. 

A nivel externo me mantuve muy pasota: una adolescente haciendo de adolescente. Pero a nivel interno estaba destrozada porque no era un hecho aislado, estaba más que claro que aquella mujer tenía algo en contra mía y usaba mis subidas y bajadas de peso como caballo de batalla. De postre, me soltó que tenía la musculatura de una vieja (lo digo así tal cual) y que hiciera más deporte.

Poco después, mi madre fue consciente de todas las red flags (sobre mí y sobre más cosas) y dejaron de ser amigas. A raíz de aquello aprendí a identificar a las personas gordófobas. Y no es que sea necesario clasificar a personas gordófobas de comportamientos gordófobos, es decir, da igual lo aislado que pueda llegar a ser un caso, las palabras, los actos, los gestos duelen igual al fin y al cabo. Lo único positivo que encuentro en saber diferenciarlo es que te pueda ayudar a discernir si una persona actúa desde la ignorancia o desde la malicia: un factor determinante a la hora de decidir con quién quiero relacionarme.

 

Ele Mandarina