Seguro que todas hemos escuchado en boca de nuestras madres la famosa expresión “estar en la edad del pavo”. Al menos aquellas jovencitas que hemos nacido antes o durante los años 90. La verdad es que mi juventud, y la jerga que la acompaña, no alcanza a saber qué expresión se utiliza ahora para referirse a la pubertad y la adolescencia. 

El caso es que la edad del pavo era la primera crisis existencial del adolescente reconocida oficialmente por padres, madres, tíos, tías, abuelos y abuelas. La edad del pavo era una forma de hablar de salud mental sin mencionar la salud mental. Con la edad del pavo se relacionaban los cambios, a nivel tanto físico como cognitivo, con las diferentes actuaciones y hechos que sucedían en nuestras vidas.

 Todas las locuras cometidas en aquella época se debían a la edad del pavo. Todos los errores, todas las explosiones de mal humor, todos los conflictos que tenían lugar en casa y fuera de ella y todas las decisiones se debían a la edad del pavo. 

O eso me querían vender a mí mis padres.

 La sorpresa llegó cuando superada la supuesta edad del pavo, la cual no pongo en duda, llegó la crisis de los 20. Bastante similar a la edad del pavo, por cierto, solo que con muchísima más consciencia del mundo que me rodeaba y de cómo era la vida. En esta nueva crisis, ya no era el mundo el que estaba en mi contra, era simplemente yo, que no sabía qué lugar del mundo me correspondía.

De repente te plantas con veintitantos y sigues viviendo en casa de tus padres. Tu habitación sigue teniendo los mismos peluches y las mismas muñecas en la estantería que hace años. Estás estudiando una carrera que no te gusta pero que como ya estás acabando, tiras pa’ lante con ella (aplicable a la segunda o tercera FP o a cualquier certificado de profesionalidad). Y mejor no mencionamos las ínfimas posibilidades laborales que se nos presentarán cuando acabemos tantos años de suplicios, a no ser que seas el as de tu promoción, que te pagues un buen máster o que seas la puta ama de las prácticas laborales (al menos la educación ha mejorado en algo). De tus amigos de la adolescencia, esos que te iban a durar toda la vida, solo te quedan dos o tres, siendo generosa, y no precisamente porque se les haya agotado la vida, si no porque ya no tenéis cosas en común, la vida en pareja os ha distanciado, o simplemente has tenido vida suficiente para que te decepcionaran y decidieras cambiar de rumbo. Probablemente ya has vivido de cerca la pérdida de algún ser querido, siendo testigo de cómo la burocracia que un fallecimiento conlleva te obliga a dejar de lado toda la pena y el dolor que puedas sentir. Del amor mejor no hablamos. O has tenido la suerte de encontrar a tu persona en el momento adecuado, o probablemente lleves ya dos o tres relaciones más o menos estables fallidas.

Tranquila, no estás sola. Los 30 igual no mejoran la situación, pero tampoco lo necesitamos. 

Con 30 te das cuenta de que tener un techo bajo el que dormir es mucho mejor que quejarse de dónde duermes. Te das cuenta de que al final la única formación académica que importa es lo que aprendes de las hostias que te da la vida. Te das cuenta de que a los amigos se los mide por su calidad y no por su cantidad, y que además cuantos menos tengas, menos obligaciones sociales te acompañarán. Descubres que la muerte es parte de la vida y que al final lo que te llevas son recuerdos, experiencias y personas. 

Con 30 te das cuenta de que con crisis existencial o sin ella, vas a poder con todo. Porque si ya has podido con 30, podrás con 30 más.

Sheila