La curiosa historia de cómo me pidieron matrimonio 

(y, cuatro años después, seguimos sin casarnos)

 

Os pongo en situación: año 2018, llevábamos casi cinco años juntos, casi dos años conviviendo y, casi la misma cantidad de tiempo, mi chico llevaba amenazándome con pedirme matrimonio en el momento menos esperado aunque, según él, nunca veía el momento, el lugar o la forma apropiada de hacerlo.

A mí se me había metido en la cabeza que quería celebrar mi cumpleaños número veintiséis en  Disneyland París y, ante la desesperación de llevar meses escuchándole decirme la misma cantinela (lo de que no encontraba el momento oportuno para pedirme que me casara con él), le amenacé diciendo que, si Disneyland París en mi cumpleaños no eran el momento y lugar apropiados, ninguno lo sería.

Sí, lo sé, me cargué todo el romanticismo, pero a mi novio hay que decirle las cosas (a veces) con neones en forma de flecha apuntando la cosa en cuestión para que se entere. No seáis muy duras juzgándome, por favor.

La cuestión es que, a pesar del pseudo «ultimatum» que le impuse, se lo supo hacer muy bien para que no me oliera nada. ¿Cómo? Pues me regaló un teléfono móvil (tampoco nada súper caro) para que no me oliera que me había comprado o me iba a comprar un anillo, con la excusa de que el teléfono me hacía falta (algo que tampoco era mentira). Nosotros no somos millonarios, como imaginaréis, así que en mi cabeza no entraba la posibilidad de que hubiera tenido tanto dinero como para regalarme un móvil y comprarme un anillo en el mismo mes.

Teníamos pensado que el 22 de marzo (día de mi cumpleaños) saldríamos de Málaga a las ocho de la mañana para disfrutar desde el primer día de nuestra estancia en el parque. La cosa se torció cuando una huelga de controladores aéreos retrasó nuestro vuelo doce horas. Me pasé el día de mi cumpleaños triste y con la incertidumbre de si saldríamos de Málaga ese día o no, además del enfado por habernos gastado el dinero en un día más de parque que no íbamos a disfrutar; pero la verdad es que el que parecía más frustrado y agobiado de los dos era mi chico.

Llegamos tan tarde al hotel que casi nos quedamos sin cenar, así que nos fuimos a la cama agotados y con la promesa de aprovechar el día siguiente al máximo.

Al día siguiente, la cosa no mejoró demasiado: nos dimos cuenta que me había dejado el aro (método anticonceptivo hormonal) en Málaga, y tuvimos que buscar la forma de ir a una farmacia para intentar comprar otro. Tom estaba cada vez más nervioso y enfadado, pero no había otra opción: teníamos que coger un tren desde el parque hasta un centro comercial cercano en el que había una farmacia. La única condición que tenía mi chico era que llegáramos a tiempo de ver el espectáculo de fuegos artificiales que hacían cada noche a las ocho. Yo no entendía por qué tenía esa obsesión, ya que íbamos a estar un par de días más en el parque y tendríamos más oportunidades para verlos, pero tampoco parecía algo tan difícil de cumplir.

Cuando estábamos subiéndonos al tren, a causa del propio estado de nervios que llevaba encima, a Tom se le coló una de las piernas en el hueco que hay entre el andén y el tren, lo que le provocó un dolor de pierna que le terminó durando varios días. Por si fuera poco, cuando llegamos a la farmacia, nos informaron que en Francia no vendían el aro sin receta médica, así que nuestro viaje había resultado en una pérdida de tiempo y dinero, más una lesión, para nada. Volvimos al parque de inmediato, y el tren llegó a la estación de Disneyland París a las 19:55. Nada más abrirse las puertas, Tom tiró de mi brazo y empezó a correr en dirección al parque. Yo gritaba insistiendo en que podríamos ver los fuegos al día siguiente, y él gritaba reiterando que teníamos que verlos ese día. 

Me di cuenta de que, entre cojeada y cojeada, Tom se metía las manos en los bolsillos del abrigo de forma frenética y que, a pesar del dolor de su pierna, me estaba ganando en su carrera hacia el castillo. No solo quería ver los fuegos esa misma noche, sino que quería el mejor sitio para verlos (a pesar de haber llegado los últimos). Os prometo que hubo un momento en que me planteé dejarle correr y quedarme rezagada, decirle que si tanto quería ver los fuegos que los viera él solito, pero sentía que era una batalla que, por el motivo que fuese, él debía ganar.

No sé ni cómo, a pesar del dolor de su pierna, Tom hincó la rodilla en el suelo en pleno espectáculo de fuegos artificiales para ofrecerme un precioso anillo y pedirme que me casara con él.

Y, aunque parezca de chiste, hubo algo más que salió mal: el anillo no me entraba porque, a pesar de que mi chico llevara a la joyería un anillo mío, se dejó aconsejar por la dependienta ya que, según ella, «era imposible que su novia tuviera los dedos tan gordos».

Tom me confesó que su obsesión por llegar a los fuegos ese día fue porque su intención era haberlo hecho así el día anterior (el día de mi cumpleaños) y que, aunque ese plan se hubiera visto frustrado, quería hacerlo tal y como lo había planeado aunque fuera un día después.

Pero sí, estamos a 2022 y nuestra intención era habernos casado en 2020… Y aún no lo hemos hecho ni tenemos una fecha clara.

Os preguntaréis por qué y yo solo puedo resumirlo en dos palabras: PURA PEREZA. ¿Qué no os lo creéis? Pues puedo hablaros de ello en otro artículo si queréis conocer los motivos más a fondo.

 

@caoticapaula