Les había puesto nombre a nuestros futuros hijos en mi cabeza. Me los había imaginado un montón de veces: una niña y un niño, rubios, guapos, con los ojos de su madre y la sonrisa de su padre. Los criaríamos en una casa a las afueras de una gran ciudad, y tendríamos un par de gatos. El chico perfecto, la vida perfecta. Todo en mis perspectivas de futuro almibarado era perfecto hasta aquella noche. Aquella maldita noche en aquella maldita cama de 90 centímetros de ancho. Aquel maldito momento en que un “esta ha sido la última vez” sustituyó a los mimos habituales de después del sexo.
Salí de su habitación de madrugada, aún llorosa. No había sabido qué contestar a su frase, no tenía ni idea de qué decir, qué hacer. Sólo quería irme de allí. Lejos, muy lejos. Olvidarme de él, de sus palabras, de todo. Para más inri, había estado siendo increíblemente irregular con la píldora y nosotros no habíamos utilizado preservativo. Valiente mierda todo. Me tomé la píldora del día después esa misma mañana, cruzando los dedos porque no pasase nada y prometiéndome a mi misma no volver a ser tan tonta.
Y allí estaba. Sentada en el baño mirando fijamente un palito de plástico que me decía lo que en el fondo yo ya sabía: estaba embarazada. Mierda, joder, no puede ser, no es posible. Tenía que haber un error. Salí de casa en pijama, con los ojos llorosos y el corazón que se me salía por la boca. Entré en otra farmacia. Un test de embarazo, por favor, el más efectivo que tengas (que de negativo, por favor, que de negativo). Llegar a casa. Imposible hacer pis de los nervios, de la angustia, del y si sí. Beber un litro de agua sin respirar casi. El corazón seguía yéndome a mil por hora. Conseguir mojar el segundo palito. Tic, tac, tic, tac. Positivo.
Los mareos, las náuseas, el dolor de pecho hasta el punto de no poder casi subir o bajar escaleras. Todos esos síntomas que tenía desde hacía unas semanas y me había repetido una y otra vez que eran fruto de mi cerebro auto sugestionándose, del miedo, de los nervios por la regla que no bajaba. Todo explicado en dos palitos de plástico que me gritaban que ahí, debajo de mi piel, había algo creciendo. Hay momentos en la vida en los que, pese a saber cuál es la decisión correcta, matarías por no tener que tomarla. Este fue uno de esos momentos. Coger el teléfono. Mamá, estoy embarazada. Seguía sin poder respirar. Por qué a mi, joder, por qué a mi, por qué aquella maldita noche.
Pasó exactamente una semana entre el día del positivo y el día en que aborté. Una especie de período de reflexión al que te obliga la ley. Por unas razones o por otras, tuve claro qué hacer desde el principio. No llegó a haber dudas, y aún así durante toda esa semana, no fui capaz de sentirme bien. El hecho de ser consciente de tu cuerpo, el verte cambiar. Un bajón de tensión, otro, otro. Caerte en el metro del mareo. Náuseas. No poder respirar. Adelgazar de la angustia a la vez que ves que tu pecho está mutando -sí, mutando-. Ir a un médico, a otro, a otro. Hazte esta prueba, esta otra, un análisis.
Creo que el peor momento fue el de hacerme una ecografía, para ver si todo estaba bien. El hecho de estar allí, sola, tumbada en la camilla, cerrando fuerte los ojos. No quería ver, no quería mirar, no quería ser aún más consciente de que había algo latiendo dentro de mi. Vaya, qué útero tan sano, parece que está todo en orden. Puede que todo estuviese en orden en mi útero, pero dentro de mi nada lo estaba. Había algo en aquel momento que simplemente no estaba bien.
La semana pasó, y llegó el viernes, el día D.Me tomé la pastilla que debía provocarme las contracciones y adelantarme el parto y me puse a ver Titanic mientras esperaba, sin saber muy bien qué estaba esperando. Lo cierto es que no me dolió más allá de un pequeño retortijón. Lo escuché caer, hacer plop en la taza del váter. Se había ido. Ya había pasado. Todo volvía a estar bien.
Hay decisiones que sabemos que son correctas pero nos gustaría no tener que tomar. Del mismo modo, tengo la sensación de que hay momentos de nuestra vida que nos gustaría enterrar, apartar, fingir que nunca han sucedido. Eso intenté hacer en un principio respecto lo que me sucedió. No contarlo a nadie, no pensar sobre ello, no enfrentarme a lo que había tenido que pasar. Sin embargo, ahora mismo, unos meses más tarde y enfrentándome a poner en palabras aquellos días, sé que es hora de dejar de mirar hacia otro lado, y comprender que es una experiencia que, aunque me duela, siempre formará parte de mi. Una cicatriz que siempre me acompañará. Un adiós a un algo que no fue, pero que siempre será conmigo.