Es muy posible que haya centrado mis fuerzas en exceso en mi éxito personal. Lo pienso ahora, casi un año después de quedarme sola, y me pongo en el lugar del que era mi marido. En mi familia me vendieron demasiadas veces aquello de que es mejor no depender de nadie, ser autosuficiente, una mujer fuerte y de bandera. Tomé nota y quizás, solo quizás, lo llevé al extremo.

Digo esto porque a mis cincuenta y siete años he dejado de ser una mujer casada para convertirme en ella, la divorciada. Sin connotaciones negativas ni mucho menos, ha sido un cambio que llegó porque así tuvo que ser, sin más. Un buen día el que hasta entonces había sido mi marido decidió que yo, su mujer, pasaba excesivo tiempo en la oficina rodeada de expedientes y jurisprudencia. Me recriminó que hubiera dejado aparcadas las atenciones que la vida marital requerían y me dio a firmar los papeles del divorcio.

Ni siquiera rechisté, sentí al instante que era la decisión más inteligente que habíamos tomado juntos, incluso más que nuestra propia boda. Sin hijos, sin hipotecas de por medio, él a las puertas de su jubilación… ¿Para qué alargar algo que claramente estaba muerto? Firmé aquel mismo día y unos minutos después me senté en mi despacho con una copa de whisky en la mano valorando todo lo que tenía ahora por delante.

Pero esta no es la historia de mi divorcio, sino la de cómo una mujer madura descubre que sabe mucho sobre la vida pero nada sobre sí misma. Lo diré de otra manera, puede que haya sonado demasiado intenso. Es la historia de cómo, a mis casi sesenta, empecé a escuchar a mi cuerpo.

Tardé uno días en actualizar a mis amigas sobre mi nuevo estado civil. Por fortuna todas fueron muy realistas y ninguna se hizo la sorprendida ante la noticia. Comimos, nos bebimos un par de copas de buen vino y sin más la conversación fluyó en todo lo que tendría por delante como mujer libre y madura.

Ya no debía preocuparme por alcanzar una meta profesional, en ese ámbito lo había conseguido hacía años. Tenía dinero, una buena casa, un chalet donde pasar los veranos en la costa y las responsabilidades justas para una persona de mi edad. Lo pensé una, dos y hasta tres veces, lo único que tocaba ahora era disfrutar sin más, sin límites.

Les propuse a mis amigas un primer plan como fiesta para celebrar mi divorcio. No es que fuese algo que buscase o que ansiase como para hacer un guateque por ello, pero como excusa estaba la mar de bien. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo pero según iban bajando las copas de vino en mi cabeza se formaba la mejor de las fiestas. Habría champán, canapés variados, un poco de sushi, música de ambiente y puede que algún que otro regalito para las invitadas.

No quise dejar pasar la oportunidad y sin pensármelo dos veces las cité de ahí en dos semanas en mi casa. Sin más detalles, solo una fecha y una hora. Lo demás lo pondría yo.

Siempre se me había dado bien eso de organizar fiestas. Mi ex marido adoraba presumir de ello entre nuestros amigos. Tenía una agenda colmada de números de teléfono con floristas, cocteleros, chefs de renombre dispuestos a venir a mi cocina para proponerme sus mejores menús. Pero para aquella ocasión necesitaba algo más íntimo. Una escena para nosotras solas, en la que ninguna se sintiera cohibida por la situación. Una especie de ‘pijama party’ pero a nuestra altura.

Fue entonces cuando abrí del todo mi mente con una ganas totales de sorprender a mis invitadas. Una noche, sentada ya en mi cama con mi ordenador en las rodillas comencé a indagar en la búsqueda de lo que comúnmente se conoce como fiesta tupper sex. Creo que fueron las horas más extrañas de toda mi vida en internet. Con mi pareja como mucho habíamos utilizado algún juguete básico vibrador que a mí me gustaba mucho más que a él, debo decir. Pero como nuestras relaciones sexuales se habían enfriado tantísimo y mi trabajo me había robado buena parte de la lívido, mis conocimientos en materia sexual estaban visiblemente obsoletas.

En un millón de tiendas online ofertaban el mismo producto como un artilugio estrella para la mujer. Estimuladores de clítoris. Mi curiosidad fue en aumento y lo que comenzó siendo un juego se convirtió en una verdadera obsesión. Había vídeos de mujeres comentado sus experiencias, blogs enteros llenos de opiniones positivas. Aquello era lo que yo estaba buscando, sería como ese paso adelante, ese regalo que debía hacerme tras mi divorcio.

Y como por casualidad fui a caer en la web definitiva. Aquel espacio denominado LELO era como el lugar idóneo donde encontrar esa joya que tanto ansiaba. Rápidamente me fijé en uno de sus modelos, vistoso, de color intenso, metalizado, elegante. Ellos lo llamaban Sona 2 Cruise, la octava maravilla para alcanzar el éxtasis clitoridiano.

Apenas leí un par de características técnicas del producto, incluí en mi cesta cinco unidades dispuesta a agasajar a mis mejores amigas con lo último en el mercado de juguetes del placer. Imaginaba sus caras cuando tuvieran en las manos aquella preciosidad, no podía esperar, los días se me iban a hacer eternos.

Pero como buena anfitriona que debe ir por delante para que nada se escape en la ansiada fiesta, tras tan solo un par de días recibí mi esperada compra que desenvolví algo nerviosa. Sonreía para mí misma mientras observaba aquella elegante cajita negra que dejaba ver mi nuevo juguete. Jamás había tenido en la mano algo tan suave y de textura tan apetecible. Lo observaba una y otra vez y en absoluto hubiera dicho que tenía entre mis manos un juguete sexual. Era una joya, no me cabía la menor duda.

Decidí guardarlo en su pulcra bolsita de raso mientras leía con detenimiento las pocas pero importantes instrucciones de lo que acababa de recibir. En aquella caja también encontré un pequeño sobre cuadrado que llevaba en su interior un lubricante de base acuosa muy recomendado para lograr un placer mucho más intenso. Las ganas de estrenar mi nuevo Sona 2 Cruise fueron en aumento, me imaginaba desnuda, tumbada sobre mi cama sola pero disfrutando de mi cuerpo y de mí misma. Aquella imagen hacía que mi cuerpo palpitase, mi corazón se disparaba con mi propio deseo. Nunca me había pasado nada igual.

Tras una buena ducha regresé a mi habitación envuelta en mi albornoz. Había sido una dura jornada de trabajo entre reuniones y litigios nada divertidos, por lo que valoraba servirme una buena copa de vino o meterme directamente en la cama. Entonces vi de nuevo aquella preciosa bolsa de raso y casi automáticamente mi cuerpo volvió a encenderse. Era como una llamada natural que me empujaba a probarlo, a tocarme.

Me deshice de mi albornoz y despacio pasé una de mis manos por mi piel. El vello se me erizó al instante, pude sentir como mis pezones revivían una vez más. Saqué de la bolsa mi juguete y sin dudar me tumbé sobre mi cama totalmente desnuda.

Cerré los ojos y me dejé llevar por un deseo que jamás había sentido. Me quería a mí misma, quería tomarme y darme todo aquello que necesitaba, sin límites de ningún tipo. Llevada casi por el instinto situé la boca de aquella joya sobre mi clítoris y algo nerviosa presioné el botón de encendido. La sensación entonces fue indescriptible.

Casi al instante mi cuerpo respondió llevándome a un pequeño orgasmo que me hizo gemir de placer. No me lo podía creer, pero necesitaba más, quería más. Era el momento de experimentar. Abrí las piernas todo lo que pude y pulsé un nuevo botón esperando que comenzara de verdad el juego.

El estimulador empezó entonces a acariciar mi clítoris con distintas intensidades, realizando cambios rítmicos a mi antojo. Pulsaba una y otra vez, descubriendo cada una de las opciones maravillosas que escondía aquel juguete. Más suave, más intenso, con intervalos diferentes… Y entonces llegué a la opción que me llevó del todo al Olimpo.

Mi Sona 2 Cruise emitió de pronto un sonido mucho más fuerte, tomando por completo mi clítoris y casi mi cordura. Era una vibración tan intensa y a la vez perfecta que no lograba siquiera cerrar mi boca para tomar aire. A esa sensación le acompañó un cambio más lento, entonces volvió a aumentar. Sonaba como un ritmo muy melódico que yo acompañaba con mis gemidos y mis movimientos pélvicos.

Perdí la cuenta de cuántas veces llegué al orgasmo, no era capaz de parar. Cuando sentí que mis mejillas estaban a punto de explotar del calor y la calentura que tenía, me puse a cuatro patas sin apartar ni por un segundo mi juguete de mi clítoris. Regresé al punto de partida y la vibración volvió a ser constante, y en ese instante en el que necesitaba un último orgasmo sentí como la intensidad variaba en función de la presión que yo misma ejercía sobre mi cuerpo. Mi joya erótica era intuitiva conmigo, con mi piel, si quería más ella me lo daba, si deseaba algo menos, ella me lo quitaba.

Como esa mujer que nunca había sido, volví a gemir una última vez sin conseguir abrir los ojos, sintiendo esos espasmos que todas deberíamos experimentar al menos una vez en la vida. Mordí una vez más mis labios y me observé en el espejo. Estaba empapada en sudor, mi vagina era una fiesta total, en mi cara se podía leer todo lo que acababa de ocurrir en aquella habitación.

Pasados los días, la fiesta de mi divorcio se prodigó como uno de los mejores eventos entre mi grupo de amigas. Como colofón final, les entregué a cada una de ellas una delicada bolsa que había preparado con mucho mimo y también algo de picardía. En ellas las obsequiaba con su propia joya del placer acompañada de una nota que versaba de la siguiente manera:

‘Dejemos siempre hablar a nuestro cuerpo, el deseo se encuentra muchas veces donde menos lo esperamos. Dejaos llevar, amigas, nunca tengáis miedo de quereros mucho.’

Algunas jornadas después, casi sin quererlo, todas llegamos a la misma conclusión: ahora sí que llevábamos por completo las riendas de nuestros orgasmos. Hicieron falta algunos años, pero nunca es tarde si la dicha es tan tan… confortable.

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