Todo empezó con una app, así que me saltaré la parte en la que comenzamos a hablar el uno con el otro. Lo cierto es que quedamos muy tempranamente, a los dos días ya habíamos concretado nuestra primera cita. El susodicho no era precisamente un adonis, pero no soy superficial y mi cuento favorito siempre ha sido La Bella y la Bestia, así que quién sabe, tal vez tras ese aspecto greñudo (y con gruñidos) se escondía un príncipe azul reluciente y de enorme… biblioteca.

Que una es muy de leer, mentes sucias.

Pero lo malo no fue su aspecto de poco aseado: a medida que avanzaba el día (qué día tan largo, por Dios), me iba desencantando que todo le pareciera mal, que cuando fuimos a comer todo lo mirara con asco como un niño pequeño (yo no hacía más que repetirle: oye, si está malo lo devolvemos y nos vamos, que no pasa nada), pero él prefirió seguir allí y criticarlo todo, incluido el servicio.

Yo seré la primera que no volverá a un local si la comida no está bien o si me tratan mal, pero eso de despreciar a camareros y camareras per se es algo que me pone muy nerviosa y de mal humor. Todo estaba mal, pero él no dejaba de engullir como un pobre animalito famélico. Creo que debí de mirarle con estupor, porque hubo un momento en el que me observó por encima de sus patatas bravas y me suelta: «Deja de mirarme de una vez, coño». A punto, a puntito estuve de levantarme de la mesa y dejarle plantado, pero pensé que, por educación, como mínimo le daría la oportunidad de disculparse y terminar de comer.

Qué mala es la cortesía, queridas. Debí decir adiós a ese garrulo desde el principio, pero aún me costaba coger un poco de tablas en esto de plantar a los impresentables.

La tarde avanzó y el chico habló y habló y habló… vamos, que casi me quedo frita y ronco una ópera entera. La cosa se animó cuando me dijo que estaba tan a gusto conmigo que se quedaba a pasar la noche (ay, alma cándida, eso era una llamada a ir al huerto que hasta los payeses se pusieron en alerta), pero yo ni me di cuenta y accedí.

Para más risas, os diré que me soltó la gran frase de: «Que yo solo quiero estar contigo, no busco acostarme contigo ni nada». Estar conmigo, dice. Conmigo y en mí, aunque yo no me daba cuenta. Hablando y hablando (sí, él), se nos hizo tan tarde que cerraron los bares, y como estábamos cerca de mi casa, me ofrecí cortésmente a prepararle algo de cenar. Seamos sinceras: no me lo curré mucho.

A él le hice un bocadillo de lomo adobado y a mí otro de fuet, y me quedé más feliz que una perdiz. Eso fue hasta que miró con profundo asco el interior del pan: «Está adobado? Me gusta el lomo… pero el adobado no». 

La madre que parió al santo patrón, la que lo parió a él y me cago en todo lo que se menea. Solo diré que del rebote no cenamos ninguno de los dos, que le acompañé al tren y que ni me despedí.

Puntos extra: me quemó mi abrigo favorito con su cigarro.

Más puntos extra: me llamó por teléfono y me dijo que quería luchar por nuestra relación. Mi respuesta: «¿Qué relación? Tú y yo no tenemos una relación». Y colgué. En realidad, queridas, el lomo de la discordia me salvó de una buena, así que gracias, bocadillo de mi alma.

EGA