La perdiz momificada en el congelador de mi abuela

Dicen que las cosas se estropean cuando más falta hacen. Supongo que por eso a mis abuelos les dejó de funcionar el frigorífico en plena ola de calor. Recuerdo que yo estaba de vacaciones de verano, porque aún disfrutaba de ese privilegio que tienen lo estudiantes, así que me fui a ayudarles a desalojarlo porque al día siguiente le traía el frigo nuevo. 

Imaginaos, si ya de por sí es un drama quedarte sin frigo, lo que supone para una abuela que hace comida para La Orquesta Filarmónica de Londres un día sí y otro también, que tenía todo el congelador hasta arriba de táperes. Y no solo había guisos, también una sorprendente cantidad de gambas, la mayoría en su envase original, otras esparcidas por la superficie con los bigotitos llenos de nieve, decapitadas, sin cola… ¡Y helados! Que yo creo que sacamos de allí un mikolápiz del 98. 

Como se le iba a estropear la comida, le ofrecimos guardarle en nuestra casa todo lo que cupiera y, claro, no pudo resistir la tentación de ofrecernos de todo para que nos lo quedáramos. Evidentemente, yo no me iba a quedar con toda su comida, así que tuve una dura negociación con ella. 

La cosa quedó en que todos los congelados se guardarían en la nevera de mi casa con intención de ser devuelta al día siguiente, salvo unos filetes de no sé qué que tenía envueltos en una capa megaespesa de papel transparente, por lo que no se distinguía nada, pero supuestamente, bajo esos cuatro centímetros de espesor, se suponía que había carne de cerdo ibérico. Total, que cuando llegué a mi casa y le dije a mi madre que ese mazacote era para nosotros, tampoco le pilló muy de sorpresa porque sabe cómo es mi abuela con la comida. En fin, que como nos encontramos de repente muy justos de espacio, pensamos en dejar fuera la carne ibérica para prepararla al día siguiente. 

Por la mañana, nos fijamos en el envoltorio de marras, ya descongelado, y lo notamos un poco raro, estaba como englobado. Pensamos que igual esa carne estaba mala, porque mi abuela no tenía muy claro cuánto tiempo llevaba congelada, así que estudiamos un plan B por si nos salía rana y había que cocinar otra cosa. Me puse a desenvolverla y noté como si lo de dentro ejerciera fuerza. Los filetes no empujan, así que me cagué. 

“Mamá, esto no son filetes”. Mi madre estaba por ahí y no me hacía caso. Sigo quitando capas y capas de plástico sin saber muy bien qué me iba a encontrar. Aquello no soltaba el típico liquidillo de carne congelada ni sangre tampoco. Seguí desenvolviéndolo y de repente noté más resistencia aún. “¡Mamá, ven!” Mi madre seguía sin oírme. Quito otro trozo de plástico y ZAS: SE ASOMÓ UN ALA CON PLUMAS.

“¡MAMÁ!” 

Mi madre sabe que no soy de gritar, que si grito debo de estar a punto de morirme, así que vino corriendo y, al no encontrarme moribunda en el suelo, me dijo cabreada: “¿Qué te pasa? Casi me da un infarto” “Los filetes de la abuela no son filetes.” Señalo el paquete. Mi madre da un respingo. Lo abre: “¿Qué mierda es esto? ES UNA PAJARRACA MUERTA”. 

En mi casa tenemos costumbre de llamar “pajarraca” a cualquier ave que nos dé asco o que nos haya atacado, al resto de aves las tratamos con respeto siempre.

Mi madre no se lo pensó y llamó a mi abuela: “Los filetes que nos diste no son filetes. Tenemos un pájaro muerto sin desplumar en la encimera.” Entonces mi abuela cayó en la cuenta de que un amigo suyo que fue a cazar perdices les trajo una y que, como a mi abuelo no le gustan, la congeló y la dejó olvidada en el fondo de congelador. También se acordó de que los filetes ya se los comió la semana pasada y que estaban buenísimos, los puso con patatitas al horno. 

Mi madre y yo nos desentendimos de la perdiz momificada y cuando vinieron a por toda su comida, se la endosamos, porque ¿qué íbamos a hacer con eso? Desconozco cuál fue el destino de la pajarraca muerta, pero, desde luego lo de mi abuela con el congelador es como lo de la caja de bombones de Forrest Gump: nunca sabes lo que te va a tocar. 

 

Ele Mandarina