La primera vez que fui al dentista tenía 23 años y no se lo recomiendo a nadie. 

Mi madre no me llevó nunca porque no tenía dinero para ello. Mi padre no me llevó nunca porque consideraba que ponerse brackets era una cosa puramente estética e innecesaria (por lo que sea cuando le puso los brackets a su nueva novia ya no le pareció tan innecesaria). 

Con 23 años yo llevaba un par de años trabajando ya y ya estaba totalmente independizada, en uno de mis dolores de muelas de querer morirme que llevaba viviendo tantos años, decidí que quizá era hora de ir al especialista y que vieran cómo tenía la boca. 

Repito: nunca había ido. 

Cuando me empezaron a mirar, pude ver su cara de pavor (y también un poco cómo se le iluminaba el símbolo del dólar en los ojos a mi nuevo y recién estrenado dentista). Tenía mogollón de caries que se habían quedado en la superficie, los dientes más torcidos que una carreterucha de montaña y una caries que ya llegaba al hueso de la mandíbula. 

Quiero decirte, Mari, que mi dolor estaba justificado. Al tener los dientes tan sumamente torcidos, las caries se explicaban por la sencilla razón de que no había forma humana de llegar a esta parte del diente para limpiarlo en condiciones. Aunque tú me podías ver la boca y parecía que estuviera limpia, solo estaban limpias las partes de los dientes exteriores que podía limpiar sin problema. Ni el hilo dental podía llegar a esas otras zonas escondidas entre los recovecos que formaba mi deformada sonrisa. 

Pero esa otra caries, esa cavidad… Me cabía la punta de la lengua en ella. No os imagináis lo que era aquello, solo quedaba una parte de lo que había sido una muela hace ya algún par de años. 

  • “Hay que extraer esto, no sé muy bien cómo lo vamos a hacer, pero hay que extraerlo ya.”

Mi dentista estaba horrorizado. Yo, después de verlo en aquel espejo y señalado por él, también. Ahora entendía esos dolores que llevaba años sufriendo. 

La extracción fue casi como una operación seria, porque nos tiramos cerca de dos horas y media para aquello. El pobre hombre tuvo que sacar sus mejores mañas para lograr sacar cada mínima esquirla de diente que había sido antes una muela. Al intentar sacar la parte más superficial, al ejercer la mínima presión, aquello había reventado en trocitos minúsculos. Puedo decir, que finalmente todo acabó saliendo y que fue el dinero mejor invertido de mi vida. Una vez que aquello cicatrizó, dejé de tener aquellos dolores horribles. 

Me traté todos los demás dientes y luego me puse ortodoncia, con un resultado nada bueno para mí, tras tantos años apiñados, los dientes nunca han llegado a verse rectos cien por cien (porque han crecido de manera rara, uno más ancho que otro, el otro más grueso que el siguiente y así). De todos modos, aunque no feliz del todo, estoy contenta por poder tener por fin una higiene dental casi perfecta. 

Por favor, llevad a vuestros niños al dentista. 

 

Anónimo

Envía tus movidas a [email protected]