Cuando mis hijos empezaron a ir al cole tuvieron un proceso de adaptación lento, les costó bastante tiempo quedarse a gusto a pesar de ir los dos juntos y de que el ambiente de su clase fuera muy relajado y divertido. Por esta razón, desde el primer momento su tutora y yo tuvimos que estar en contacto bastante a menudo, ya que uno de ellos sufría especialmente y ambas intentábamos, desde el respeto y el cariño, que identificasen su aula como un lugar seguro y a ella como una adulta de referencia en la que confiar.

Siempre me pareció una gran profesional y, de lo poco que pude saber sobre su forma de ver el mundo, me parecía que encajaba bastante con mi forma de pensar. Ni qué decir que en cuanto mis hijos vieron que al salir del cole seguían estando en casa como siempre, que podían disfrutar de sus compañeros y de los juegos y contarlo al llegar a casa, que si les pasaba algo la profe Ana estaría disponible para ellos y podía darles cariño si lo necesitaban, empezaron a quedar encantados las largas horas de cole y pasaron a ser casi fans de su profe.

Durante los años de la etapa de infantil colaboré todo lo que pude en las actividades propuestas a las familias, ya que Ana quería que el alumnado pudiera sentir que tanto el cole como sus casas tenían como objetivo su bienestar y su educación y podían trabajar juntos a veces.

Llegó el día que me encontré a Ana fuera del cole, era la inauguración de una escuela de teatro que presentaba sus actividades para adultos. Hacía años que quería acudir a alguna actividad lúdica por mi cuenta, no como madre, y el teatro se me daba muy bien en el instituto. Al verla allí creí que sería incómodo para ella, ya que para ella representó una parte de su trabajo y no quería incomodarla. Pero rápidamente me dejó claro que, mientras no hablásemos constantemente del cole, para ella no suponía ningún problema. Y así empezamos a ser casi amigas. 

A principios de este curso comenzó una etapa dura para mis gemes, y es que pasaron a primaria y ahora debían dejar atrás a la profe Ana. Se adaptaron pronto porque ella los ayudó anticipando cada paso que daban el curso anterior y visitando (cada vez menos frecuentemente) el aula de primaria. Al zanjar nuestra relación madre-profe pudimos profundizar más en nuestra amistad.

Yo llevaba separada desde que los niños tenían un año, ella estaba felizmente casada con el padre de su hija y a veces quedábamos los tres para tomar café, y en una de las veces en que él no vino ella me contó que llevaba un tiempo dándole vueltas a un montón de pensamientos y emociones que llevaban años negando. Ella en su adolescencia tuvo una amiga muy íntima a la que quería mucho y, cuando ésta empezó a salir con chicos ella se sintió fatal y finalmente dejó de quedar con ella.

Siempre pensó que eran celos por no poder pasar tanto tiempo juntas, pero sí reconocía que no le molestaba tanto cuando quedaba con otras personas. A medida que se fue haciendo mayor, le llamaban mucho la atención las chicas, pero como desde pequeñas nos enseñan a envidiarnos entre nosotras siempre creyó que no sería más que eso. Sin embargo, ahora empezaba a plantearse que aquello que sintió siendo aún casi una niña eran celos de los que se tienen cuando la persona a la que quieres sale con otro, que esa envidia que tiene por los cuerpos de otras mujeres no eran deseos de ser como ellas sino deseos a secas.

A medida que ella iba hablando sentí como si en mi mente se derrumbasen un montón de teorías, como si se quitase el telón a una obra que queda al descubierto llena de color, como si todo cobrase sentido de golpe.

Ella notó el cambio en mi semblante, me puse colorada, los ojos se me humedecieron y sentía mucha alegría y a la vez una frustración enorme por todas las veces que había luchado en contra de mis propios sentimientos sin ser en absoluto consciente. Me preguntó el porqué de tanta emoción y acto seguido empecé a hablar sin parar de todas las anécdotas que me venían a la mente que correspondían exactamente con lo que ella estaba contando.

Yo siempre creí que era una fase de superación, que al decepcionarme con mis anteriores parejas intentaba evadir mi dolor buscando algo más bello en otro lugar que en realidad no era el mío. Entonces ella me empezó a hablar sobre los mitos de la bisexualidad, esos prejuicios sobre los que no se habla casi nunca que dicen que en realidad es una transición por la que pasamos para aceptar que somos lesbianas, que lo usamos para distanciarnos emocionalmente después de un trauma con algún hombre, que era búsqueda de desinhibición o simplemente vicio.

Realmente nunca me lo había planteado, nunca había pensado que fuera una posibilidad para mí y el no haber estado antes con ninguna chica creía que era imposible de saber. Entonces ella me dijo “¿una persona heterosexual no sabe que lo es hasta que tiene relaciones con otra persona? ¿O es que solamente las personas bisexuales tenemos que demostrar con hechos que lo somos?”. Efectivamente tenía razón, no debía demostrarle nada a nadie. De aquella cafetería salimos dos personas dispuestas a explorar nuestro mundo interno de emociones, y yo además el mundo físico también, ya que no tenía ningún compromiso con nadie.

Ella sigue la relación con su marido, con el que habla abiertamente de lo que siente. Yo ahora llevo unos meses saliendo con una chica maravillosa que conocimos en el grupo de teatro. Me siento más feliz que nunca y, aunque fue un shock en un principio para mi entorno, todos se alegran de verme feliz. Y así salimos del armario Ana y yo, juntas, pero no revueltas.

Relato escrito por Luna Purple basado en una historia real