No soy ni seré la primera madre soltera del universo. Muchas ya sabréis lo que es vivir por y para sacar adelante una familia, en mi caso dos hijos mellizos a los que tuve que criar completamente sola desde el minuto cero. Lo hice además en un país que no era el mío, sin familiares como mi madre o mis hermanas que me pudieran echar un cable en algún momento puntual. Recuerdo la cara de Sebastián cuando le dije que estaba embarazada, se desfiguro tanto que yo misma pude intuir que allí había terminado lo nuestro y que nuestro idilio a la mexicana había pasado a mejor vida.

Pero como yo tenía trabajo en un bonito hotel de la ciudad, había decidido quedarme. Adoraba la zona y empezaba a tener amigos de los de verdad. Pensaba que al final podría darle una mejor vida a mis hijos en aquel bonito lugar y, muy a pesar de mis padres, continué mi vida sin Sebastián pero muy segura de lo que hacía.

Tampoco lo voy a negar, fueron tiempos muy duros, ante todo cuando supe que en lugar de un hijo tendría dos y, por supuesto, los últimos meses de embarazo. Me debatía entre seguir trabajando o hacerle caso a mi médico, que me recomendaba reposo absoluto ante el riesgo de un parto prematuro. Mi inmensa barriga y yo nos manteníamos al pie del cañón tras el mostrador de la recepción del hotel, hasta que llegó el día en el que el dolor de mi ciática no me permitió dar un solo paso más. Ahí sí que me vi sola en aquel pequeño apartamento, sufriendo de dolor y pensando en lo bien que estaría en España arropada por mi madre. Fue como si un cubo de realidad se me echara encima. Llamé a una de mis mejores amigas y todavía entre lágrimas le pedí que no me dejara sola. Por suerte, jamás lo hizo.

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Tuve a mis hijos y comencé mi nueva vida en aquel paradisiaco lugar de la mano de mis dos pequeños soles. De repente era la madre alfa, la española que había viajado a México por amor y que se había encontrado con una realidad inesperada. Pero era feliz dentro de todo el sacrificio.

Dejé a un lado mi vida personal sobre todo en lo que a lo sentimental se refiere, para así centrarme en mis hijos. Me vi día tras día pendiente de que crecieran sanos, contentos, seguros y con confianza. Y para ello mi rutina se convirtió en hacer mis turnos en el trabajo y pasar el resto del día con ellos, educándoles como siempre había soñado. Salíamos a la playa, pasábamos días enteros jugando en la arena o simplemente disfrutábamos del tiempo juntos como la familia que éramos. De Sebastián, nunca más se supo. Era como si aquella pequeña ciudad se hubiese tragado a aquel personaje vende-humos. No lo echaba en absoluto de menos, aunque como mujer de apenas treinta años tenía también mis carencias ante todo en lo sexual.

No eran pocos los hombres que se interesaban en mí, ya fuera en el hotel o fuera de él. Siempre me había parecido terrible que un cliente me tirara los tejos, pero debía ser mi situación de sequía que por aquel entonces hasta agradecía un pequeño guiño de vez en cuando. Mis amigas me invitaban constantemente a salir por ahí a darme un homenaje, me recomendaban niñeras de confianza que pudieran quedarse con los mellizos para que así yo pudiera pasar aunque fuera unas horas desconectada del trabajo o de mis preocupaciones. Yo nunca aceptaba, lo valoraba durante un buen rato, y para cuando estaba a punto de decir que sí pensaba en sus caritas y me echaba atrás.

No era una necesidad imperiosa de sexo, pero sí de regresar al menos durante un rato a esa época de tomar una copa y bailar bachata con mis amigas mexicanas. Y ya, lo que pudiera pasar, bienvenido fuese.

Pero como os digo, al final en 16 años desde que era madre, apenas salí una vez y porque el hotel celebraba su fiesta de aniversario y no me había quedado más remedio. Dejé a mis pequeños ya adolescentes con una buena amiga, me arreglé y esperé al coche de la empresa. Me sentía vacía, como rara por estar yéndome a una fiesta dejando solos a mis hijos. Ellos al final se habían quedado encantados, pensando en la pizza que iban a pedir y en jugar a la consola hasta que se les cayeran los ojos.

Recuerdo que aquella noche abrió una puerta a que yo pudiera rehacer un poco mi vida en lo personal. Disfruté de nuevo con mis compañeros, charlando y riendo sin importar la hora o si llegaría tarde a buscar a mis hijos. Era una fiesta enorme, con invitados de todas partes del mundo, gente con dinero que había invertido en la cadena hotelera. Aproveché el momento para conocer a personas muy interesantes de la industria hotelera.

Y también conocí a Smith. Un americano que había invertido una parte de su fortuna en la apertura de un nuevo hotel de la compañía. Smith se acercó a mí mientras esperaba a que me sirvieran mi cuarto Cosmopolitan. Me sonrió, con esa sonrisa blanca impoluta, y me preguntó con mucha educación cuál era mi nombre. No pusimos a charlar allí mismo, cerca de la barra. Aquel hombre dijo que le había llamado mi atención lo cómoda que se me veía entre toda la gente. Le comenté que trabajar en el hotel me daba muchos puntos para conocer a buena parte de los invitados, aunque le dejé caer que no tenía el placer de haberlo visto nunca por allí.

Nos pusimos al día, mucho diría yo. Tanto como que de alguna manera Smith y yo terminamos de madrugada en su gran habitación del hotel echando el que fue mi primer polvo en 16 años. Aquello fue como perder la virginidad por segunda vez, al menos en lo que a nervios se refiere. Fue una noche espectacular, muy madura, divertida e inesperada. Quizás por eso cuando regresé a casa y le conté a mi amiga lo que había pasado ella no se lo podía creer.

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Obviamente lo de Smith quedó en aquello, un par de polvos muy bien echados y unos besos la mar de apasionados. Aunque aquella noche me trajo muchas más cosas, entre ellas, una nueva necesidad por hacer el amor con alguien más que con mi vibrador.

Me paraba a pensarlo y no entendía cómo había podido pasar tantos años centrándome tan poco en mí. Mis hijos eran lo primer, claro, pero parece ser que también lo eran el trabajo, mis preocupaciones, mi familia en España, las movidas de mis amigas… Todos estaban antes que yo.

Así que poco a poco, y viendo que mis retoños empezaban a hacer su vida independientes ya de su mamá, fui retomando un poco todo el tiempo perdido. Los mellizos estaban a punto de empezar la universidad, los dos se irían fuera de aquella pequeña ciudad para estudiar en el D.F. y yo me quedaría allí, a mis 40 y pocos y con mucha vida por vivir. 

Hay quien dice que se me notó un cambio radical en cuanto mis hijos abandonaron el nido. De pronto volví a ser la que era antes, me volví a maquillar con esmero, a ponerme esos tops apretados que tanto me gustaban. Salir a bailar cada sábado era casi como una religión. Mis amigas, algunas de ellas también madres, me enseñaron los nuevos sitios de moda y en poco tiempo yo volvía a ser una más dispuesta a disfrutar de la fiesta y de todo lo que me deparase el futuro.

Había criado a dos hijos, ofreciéndoles unos valores muy importantes, enseñándoles que con ilusión y esfuerzo todo se puede. Me había entregado a ellos al 100% hasta verlos madurar como siempre había soñado. Ahora volvía a ser mi momento, el de recuperar a aquella mujer de la que me había olvidado durante todo ese tiempo. Me lo merecía.

Anónimo

 

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