Me llamo Anabel y estoy harta de esta sociedad de mierda en la que vivimos. Sé que no estoy descubriendo nada nuevo, pero nunca me habría imaginado hasta qué punto puede llegar la gente solo por no seguir las normas establecidas por quién sabe quién.

Tengo 49 años y soy madre de una chica preciosa de 17 añitos. Y si queréis tener más detalles sobre mi vida, soy divorciada desde que mi hija tenía 3 años. Ya no solo divorciada, sino que tras separarnos, mi ex marido dejó clarinete que estaba harto de nosotras dos y que se iba a vivir a otro país. Imagino que para cuando vuelva de allí donde esté, recibirá muchas cartas del juzgado reclamándole la pensión de la pequeña. Ironías a parte, ni está ni se le espera, por dejar hasta dejó tirados a sus padres en una residencia de ancianos.

Por aquel entonces, cuando mi hija tenía 3 años, yo empecé a trabajar en una zapatería como dependienta. Cobrando un sueldo mísero y dedicándole muchas más horas de las que estipulaba mi contrato. Por las noches, cuando la niña dormía, estudiaba una oposición de auxiliar administrativa. Os podéis imaginar cómo terminaba mi día. Pero todo fuera por darle a ella lo mejor, a la luz de mi vida. Me hicieron falta dos trabajos para poder pagar un alquiler y mantenernos a ambas. Llegó un momento en el que por las mañanas limpiaba pescado en una pequeña pescadería del barrio y por las tardes continuaba vendiendo zapatos tres calles más allá.

¿Y por qué os cuento todo esto? Sin más porque francamente, necesitaba que supierais cómo soy pero sobre todo que nada me ha llegado regalado. He visto crecer a mi hija entre horarios, agotada de trabajar de lunes a sábado, dedicando los domingos a poner orden en casa y a disfrutar con ella todo lo posible. Sin tiempo para parejas, ni para quedar con mi amigas. Era una mujer joven pero sabía que si me lo curraba podría conseguir esa vida estable que tanto ansiaba.

Cuando mi pequeña cumplió los 7 años al fin lo conseguí. Tras presentarme en varias ocasiones, tras noches y noches bajo el flexo estudiando leyes y temarios interminables, conseguí la plaza que tanto necesitaba. Era funcionaria, tenía mi trabajo, mi plaza, mi puesto. Dejé el resto de trabajos, di las gracias a los que habían sido mis jefes por la gran oportunidad, y me convertí en una mujer de horario fijo y oficina.

Me sentí extraña las primeras semanas viéndome libre cada día a eso de las 4 de la tarde, o saliendo un viernes para saber que hasta el lunes no debía de preocuparme de nada más que de descansar con mi hija. Ahí sí que nos cambió la vida realmente, a ella y a mí, a las dos.

Fue entonces cuando comencé a ser yo de verdad. Me liberé, mi nueva situación laboral y económica me liberó. Tenía ganas y tiempo de volver a salir con mis amigos de toda la vida, de ir de viaje con mi hija y de pasar más tiempo fuera de casa. Dejé a un lado los chándales y la ropa cómoda de mercadillo que siempre había llevado y me lancé de lleno a esos looks que tanto me gustaban y que nunca me había atrevido a utilizar.

Lo valía, claro que lo valía, estaba logrando una vida buena y cómoda para mí y para mi hija. De repente me sentía valiosa y única, y quería demostrárselo al mundo. Para cuando mi pequeña tenía 12 años, las dos parecíamos prácticamente hermanas o tía y sobrina. Nos encantaba hacer sesiones de maquillaje y peluquería juntas. Ella empezaba a interesarse por la estética y a mí me encantaba verla cacharrear con mis pinturas y mis taconazos.

Poco a poco ella se fue convirtiendo en una mujer y le encantaba verme tan empoderada. En ocasiones sus amigas venían a casa y dejaban caer que a sus madres no les parecía bien mi forma de vestir, tan llamativa. Yo sabía perfectamente que en ocasiones cuando acompañaba a mi hija al colegio eran muchas las que se dedicaban a criticarme por llevar aquella minifalda o lucir tacones de aguja día tras día. Personalmente, me daba igual lo que pensaran ¿acaso yo me reía de que alguna bajaba de su casa directamente en pantuflas? Pues no.

Resultó que mi hija finalmente dejó lo de arreglarse en un segundo plano. Siempre ha sido muy buena estudiante y con 15 años empezó a preocuparse tanto por sacar buenas notas para conseguir su objetivo de estudiar medicina, que entonces ella era la que lucía los chándal y la ropa cómoda que yo había vestido antaño. No le recriminé nada, faltaría más, al fin y al cabo estaba siguiendo mis pasos y estaba claro que nosotras para centrarnos necesitamos sobriedad a tope.

¿Sabéis lo que es salir con tu hija a la calle, ella en zapatillas y mallas y yo con medias de rejilla y shorts? Pues os lo diré, es sinónimo de que te miren y la gente opine de todo. Desde que soy una fresca y que por eso me ha dejado mi marido a que a ver a qué me puedo dedicar vistiendo a mi edad como visto.

Dejad de juzgar a la gente, no sabéis lo que hay detrás de cada persona. Mi forma de vestir no le hace daño a nadie, ya sea joven o una vieja llena de arrugas. Ojalá llegue a los 90 años subida en mis andamios preciosos, lo estoy deseando.

 

Anabel

 

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