Crónica de una suegra y unas rebajas

Hoy quiero que os animéis a cerrarle la boca a todos aquellos que hagan un comentario acerca de vuestro cuerpo que no hayáis pedido o que carezca de cualquier tipo de asertividad. En serio, es terapéutico. Una vez empiezas, es como comer pipas: ya no puedes parar. 

Para ello quiero compartir con vosotros una historia que podría comenzar muchos años atrás con esos repentinos «diez kilos de más» siendo solo una niña, escuchando a médicos y endocrinos decir que debía ponerme a dieta y a mis compañeros del colegio gritarle al profe de educación física que iban a perder el partido porque los habían puesto con «la gorda». O podría empezar la historia contando también la de veces que he llorado resignada mientras comía verdura cocida y pescado al vapor, porque, muy en el fondo, yo también había aprendido a sentir asco por ese cuerpo que había cambiado y que todo el mundo se empeñaba en corregir u ocultar. 

Pero he decidido saltarme esos veinte años de lucha contra las calorías, de temporadas vomitando para evitar dejar en mi cuerpo aquel helado o esas chocolatinas que no había podido evitar zamparme, y pasar directamente al día en que empecé a salir con el que sería mi novio durante seis años y, como consecuencia, con su madre. Aquella mujer era una villanísima malvadísima en el cuerpo de una señora mayor con rulos y bata. 

En aquella relación éramos tres: él, su madre (con sus comentarios basura), y yo. No recuerdo cuántas veces me regaló ropa más pequeña que mi talla para poder darse el gusto de decirme que si estuviese más delgada me quedaría mejor. Me comparaba todo el tiempo con su hija, es decir, mi excuñada, que sería como la mitad de la mitad que yo. «Si estuvieras como mi hija ese jersey te quedaría más suelto», «ese vestido no luce igual que cuando se lo probó mi hija», «ese tipo de pantalones quedan mejor en unas piernas como las de mi hija». A pesar de ello, frente a cada comentario, frente a cada sugerencia, yo esbozaba una sonrisa mientras me sentía una mierda por dentro. Hasta que el vaso empezó a estar casi lleno, y un día me cayó una gota que lo colmó. Lo importante no fue esa gota en concreto, sino la cantidad de gotas que habían caído antes. Así que pasó, fue inevitable, y ahora que han pasado años lo recuerdo como algo majestuoso y que os invito a experimentar cuanto antes. 

Venía de comprarme ropa con unas cuantas bolsas llenas de cosas —siendo rebajas no podría ser de otra forma— y me pidió que se lo enseñara todo. Lo saqué, todo, y se lo enseñé en las manos, pero no fue suficiente. Me hizo probarme prenda tras prenda. Y cuando estaba ya con el último trapo puesto, volvió a dejarlo caer: «es que te queda todo que… no sé. Si estuvieras delgada, como mi hija, te verías más favorecida». Y yo también sentí llegar las ganas de contestarle, como si fuese una ola gigante que se prepara para revolcarte, sacudirte, y que no puedes frenar. Así que hice como Elsa en Frozen y pensé: «¿Sabes qué? Suéltalo. Let it go, amiga, por este cuerpo que no me callo más». 

«Perdona, pero si yo estuviera como tu hija, estaría enferma». 

Recuerdo remarcar la palabra «enferma» con bastante ahínco, porque esa era una verdad como una catedral para mí: mi cuerpo, para llegar a pesar lo que pesaba esa chica, debía pasar por un déficit calórico que me haría sentir muy mal a nivel físico, y a nivel emocional que es también muy importante. Una dieta afecta también a tus emociones, estado de ánimo y ansiedad, y simplemente podemos no soportarlo y está bien. Es posible no perder todo el peso que nos cuentan que hace falta, y está bien. Es posible que a alguien perder cinco kilos le tome un mes y a otra persona le tome una semana y media, y a otra seis meses. Y es posible que alguien que tenga un IMC en normopeso no esté sano y alguien con diez kilos de más tenga unas analíticas impecables. Físicamente uno es delgado y el otro no. ¿Y qué? ¿QUÉ MÁS DA? 

Me di la vuelta con todos mis trapos y me fui. La guinda del pastel en esta historia podría haber sido que esta mujer no se atreviese a decir nada más sobre mi cuerpo —o cualquier cuerpo que no fuese el suyo— pero no fue así. La guinda, en cambio, fue que yo empecé a tener la lengua suelta, muy a su pesar. Y no sólo para comer, porque ya no me callé ni una. 

Y es que, amiga, los cuerpos son tan diferentes… Somos todos iguales y, al mismo tiempo, todos somos distintos. Esa diversidad de tallas, formas, alturas, colores, texturas… debería ser algo mágico. Vamos, a mí me lo parece. Lucho cada día para que me lo parezca, y para que te lo parezca a ti que me lees. Y lo que más me motiva a diario es cuidar mi cuerpo para sentirme sana con él, mentalmente y físicamente. Porque mi cuerpo es mío y es el que me lleva de viaje, el que me permite reír, abrazar, pasear, y disfrutar de toda la comida que yo quiera.