Vivimos en la sociedad de la inmediatez. De los placeres instantáneos. Donde la consecución de cualquier deseo o capricho está a nuestro alcance con un par de clics rápidos y certeros.

Comida que nos llega a la puerta en cuestión de minutos, libros que se descargan en nuestros teléfonos inteligentes a la velocidad de un parpadeo, capítulos de series que se reproducen de manera automática. Sin obligarnos a esforzarnos, pensar y, sobre todo, sin hacernos esperar.

En un mundo donde el consumo es amo y señor, tenerlo todo y tenerlo ahora parece ser la nueva tendencia de quienes, absorbidos como estamos por las redes sociales, las compras, los postureos, los filtros y las comparaciones, siempre queremos más.

El problema con la inmediatez es que crea aburrimiento. La emoción de la búsqueda, la adquisición y el disfrute del producto apenas perdura y nos encierra en un círculo vicioso del que solo podemos salir consumiendo más. Anhelando más. Necesitando más. Queriendo más; y a poder ser, que sea más novedoso y rápido.

Creemos que así nos sentiremos llenos. Que estaremos satisfechos, pero la verdad es que, como suele ocurrir con casi todo, cuanto más nos hundimos en la vorágine de la insatisfacción personal, menos capaces somos de sentir alegría o regocijo por aquello que, sin apenas esfuerzo, hemos obtenido.

Y tal como ocurre con los bienes materiales, empieza a pasar con las personas.

Aplicaciones que permiten, en un par de barridos de la yema del dedo, aceptar, rechazar o reservar para más tarde a personas que, por fuerza de la costumbre, el desgaste y el mal uso, hemos terminado por deshumanizar. Conversaciones enlatadas, a menudo repetidas en varios chats, mensajes para poner a prueba, compartiendo una información precaria y en muchas ocasiones sesgada de la que esperamos una respuesta correcta que nos empuje a malgastar otros cinco minutos con ese alguien, situado al otro lado de su propia pantalla.

Como si de un examen de corrección previa se tratara, haremos match o bloquearemos contacto en función de que lo que vemos o leemos nos resulte entretenido el brevísimo lapso de tiempo que esté destinado a permanecer en nuestra cabeza, y después… después se eliminará la conversación, la aplicación quedará cerrada y el recuerdo, vago y poco claro, será relegado, si acaso, a mera anécdota que el tiempo acabará borrándose de la memoria.

A menudo desapareceremos sin despedirnos. Eliminaremos y pondremos un cepo de acceso a nuestra información a esa persona que, en realidad, ni siquiera nos molestamos en conocer. Nos haremos humo y no volverá a saber de nosotros jamás. Porque tal vez no respondió al cuestionario prefabricado de forma correcta. Porque no fue lo bastante rápido en mostrar disponibilidad y nosotros, en nuestro afán de abarcar más, querer más y quererlo ya, no estábamos interesados en esperar.

O a lo mejor… por ninguna razón en absoluto.

En los tiempos que corren, donde todo es fácil, rápido, barato y sin consecuencias, deshumanizar a las personas parece haberse convertido en el nuevo must, y en muchas ocasiones no reparamos en que, sin que importe el medio por el cual hayamos entablado una relación, de la naturaleza que esta sea, quien responde al otro lado es un ser humano que merece respeto.

Todo el mundo tiene derecho a saber por qué ha sido descartado, incluso si la conversación no ha llevado más que unos pocos días, ha sido banal, de intercambio de frases picantes o fotografías sensuales. Todos sabemos, porque alguna vez nos ha tocado en suerte, lo que implica un cierre mal dado; esa corriente de aire de la que no puedes librarte y que hace que te preguntes, aunque no quieras, que has podido hacer mal, por qué ha pasado y qué habrías podido hacer distinto para poderlo evitar.

Reproducir un episodio tras otro de tu nueva serie de culto, descargarte libros y acumularlos en tu lector electrónico, recibir comida ya hecha a domicilio, comprar ropa online o poner en marcha las luces inteligentes de tu casa sin planteártelo está bien. Es cómodo, moderno, viable y una muestra evidente de cómo avanza el mundo y nos deja más tiempo disponible para otras cuestiones, como interactuar con nuestros semejantes de forma responsable y respetuosa.

No trates a las personas como si fueran servicios o bienes caducos. La gente, incluso la que en ocasiones no merece ser considerada como tal, tiene sentimientos, se hace preguntas, lidia con su autoestima y busca, en la medida de sus posibilidades, ser social con el resto de sus iguales.

No deshumanices.

Para algunas cosas, merece la pena tomarnos nuestro tiempo.

Romina Naranjo