Tengo una teoría: la venganza se sirve fría… Por si te explota en la cara, que por lo menos le haga bien a tu cutis de muñeca.

Yo misma lo pude experimentar hace unos años. Lo cierto es que no iba con esa intención en absoluto, pero la vida parecía enviarme las típicas señales de “este es tu momento, reina”. Pues la reina se cayó de cabeza de su trono y debería hacerse mirar el radar de señales universales, porque o no era la mejor de las ideas vengarme o bien el destino intentaba enseñarme a las malas y a las bravas que intentar dejar mal a otros puede acabar malamente.

Fui la típica chica que sufrió bullying en el instituto. En mi caso, era una presa fácil por mi silla de ruedas. Para el resto, era muy divertido cogerme de los pomos de la silla que quedan a mi espalda y pegar tirones. O llevarme donde quisieran sin poder hacer más que echar las manos a las ruedas, haciéndome daño. También recuerdo que se metían mucho con mi pelo. Me decían cosas como “pelo estropajo”, porque nunca he tenido un pelo bonito ni maña para mejorarlo. Hoy sé que no soy más ni menos que nadie por mis características físicas, pero durante muchos años he asociado la palabra “éxito” con cumplir con una determinada imagen.

Total, a lo que voy, que me enredo. Acabó el instituto. Pasaron los años y cada cual hizo su vida, perdiéndonos de vista. Pero como las redes sociales son así, supe algunos detalles de la vida de los demás. Alguna bebé, algún anillo de compromiso… Pero poco más. En mi caso, la vida me trató bastante bien. Pude hacer la carrera que quise, un máster en otra ciudad y empecé el doctorado, pero lo tuve que dejar por problemas de salud, tanto físicos como mentales.

Fui un día a hacerme las uñas y pasé por delante de una tienda de accesorios para móvil. Y reconocí la cara de la dependienta, una de mis antiguas compañeras de clase que siempre me había tomado por un ser inferior.

Por un momento, pasé de largo. No me merecía la pena ni saludarla. Pero no. Por dentro, la vocecita de mi señor con bigote, vestido de lentejuelas y gafas de sol de folclórica (el resto le llamáis conciencia) me gritaba “¡dale duro, resalá!”. Y fui a darle duro. A decirle en su cara que yo había llegado más lejos que ella (tonta de mí), que era más exitosa (tonta de mí x2), que iba a conseguir un puesto que te mueres y un sueldazo (TONTA DE MÍ, así, en mayúscula) y que mi vida iba a ser mucho más maravillosa y feliz que la suya por llegar a doctora y no conformarme con vender fundas de móvil de Mickey Mousse (TONTA DE MÍ, en mayúsculas, con música y con luces de neón estilo Las Vegas, para que se vea desde la Estación Espacial Internacional, Mari).

Y fui a saludar. Y no fui capaz de decirle “pues yo estoy ya en el doctorado, chica…”. Pero ella sí fue capaz de preguntarme por mi vida personal. Anda, mira, resulta que yo tenía una carrera, un máster e iba a por un doctorado. Pero no tenía ni novio ni marido que me aguantara. Y ella se acababa de casar (posteriormente stalkee un pelín y debo decir que iba divina, una princesa, lo cortés no quita lo valiente). Cuando le hablé de mi soltería, su respuesta no fue otra que:

  • Bueno, tranquila, hay gente que no se casa y no pasa nada… 

¡Tócate el papo! O sea, que aún con todo lo que había trabajado y luchado, seguía siendo insuficiente a sus ojos. Aún con todo, aún se permitía el lujo de tratarme con lástima. Aún con todo, yo era incapaz de imponerme.

Aquello me enseñó una lección: nunca pierdas el tiempo intentando callarle la boca a nadie.

Tú eres dueña de lo que haces con tu vida, pero que interpreten lo que haces como éxito, como fracaso o como una vida del montón es cosa de los demás. Que tú te sientas en la cumbre no implica que, a ojos del mundo, sea así. Aprendí que, a aquellas personas a las que un día no les importé, nunca les iba a importar porque así lo habían decidido por mucho valor que yo tenga como ser humano. Y a mí no debían importarme tampoco.

Y posteriormente, la vida se encargó de enseñarme una segunda lección: yo, con mi carrera, mi máster, mi intento de doctorado, mis esfuerzos por llegar a un nivel digno de inglés… He llegado a los 32 sin trabajo. Bueno, trabajar, trabajo mucho. Pero no cobro nada, todo es voluntariado. Mi situación pasada ha acabado por no definir mi situación actual.

Moraleja de la historia: cuidado con intentar callar bocas, quizá acabes siendo tú quién se la cierre con candado y tire la llave al mar. Vive y deja vivir.

Mia Shekmet