No sé muy bien por qué de repente me veo en la necesidad de contaros todo esto, pero sea como sea llevo varios días describiendo mis últimos meses y un impulso ha hecho que hoy me siente frente al ordenador para contaros un poco mi historia.

La realidad es que esta historia tiene un nombre, se llama Lanzarote. ‘¡Ohhh, qué original!‘, pensaréis… Pero no puedo negar la realidad, esa isla ha marcado mi vida en tantísimos momentos que me es imposible pensar en mi yo de hoy en día sin resaltar su nombre, su paisaje, su color, su todo. Pero vayamos por partes, porque que mi vida esté ligada a esta isla canaria no ha sido siempre algo fácil o simplemente, feliz.

Cuando Rubén y yo nos casamos le prometí el mejor viaje de novios de la historia. Nuestra relación no había sido sencilla y por problemas mayoritariamente económicos nos habíamos pasado más de tres años ahorrando hasta para poder comer. Cosas que pasan, en ocasiones los planetas se alinean para bien, y en otras para mal, y en nuestro caso parecía que nos había mirado un tuerto.

Así que el día que Rubén me pidió matrimonio juramos hacer una boda de lo más pequeñita y familiar pero gastarnos todo lo que pudiéramos en irnos lejos los dos juntos. Olvidarnos de todo y al menos por una semana sentirnos como una pareja más en su luna de miel, sin hacer cuentas, sin pensar en lo que nos esperaba a la vuelta. Solo nosotros, un hotel precioso, el mar, los volcanes…

Fue una maravilla hecha viaje. Recuerdo subirme en el avión junto a Rubén y los dos sonreír cómplices como si aquel fuera nuestro mejor secreto. Nuestras familias se habían portado y gracias a sus aportaciones nos habíamos podido permitir un hotelito increíble con todo incluido, en el que nos mimarían a tope. No os imagináis cuánto nos queríamos Rubén y yo, mucho más allá de todo aquel viaje juntos, estábamos hechos el uno para el otro, él era esa persona con la que quieres estar siempre, que sabía perfectamente leer mi mirada para descubrir qué me rondaba por la cabeza. Era un diez como hombre, como persona y como compañero.

lanzarote 1

Pasamos en Lanzarote ocho días de ensueño. Nunca jamás me había dando tanta pena regresar a casa. En aquel lugar lleno de magia habíamos sido tan felices. Paseamos por sus playas, descubrimos lugares impresionantes y paisajes que parecían sacados de una película de ciencia ficción. Aquella isla se había convertido en nuestro mejor recuerdo, no cabía duda.

Pocas semanas después de volver las cosas cambiaron para mucho mejor. Rubén llevaba en paro más de un año y, sea como fuera, de pronto lo llamaron para empezar a trabajar en una empresa del pueblo en el que vivíamos. Yo llevaba ya algunos meses trabajando como empleada de hogar en la casa de una amiga de mi madre, así que con la entrada de un nuevo sueldo a nuestra economía todo pintaba muchísimo mejor. Parecía que nuestra vida en común tomaba otro rumbo, era como si aquel viaje a Lanzarote nos lo hubiese dado todo, al menos hasta que llegó la noticia.

A mi marido le hicieron las típicas pruebas médicas a los pocos días de empezar a trabajar. La médico de la mutua encargada de los resultados lo llamó para decirle que le recomendaba repetirse las analíticas puesto que habían encontrado algunos valores que no le gustaban demasiado. Rubén no le dio la mayor importancia, así que fui yo la que pedí cita para su médico. En dos semanas aquel señor lo citó en su consulta y tras una enormes gafas le indicó que debía acudir al hospital cuanto antes. ¿La palabra? Leucemia.

¿Cómo puede una persona aparentar estar completamente sana mientras en su interior se gesta un cáncer mortal imparable? Esa era la verdad de Rubén, su cáncer avanzaba sin él darse la menor cuenta. Algunos dolores de cabeza y cansancio acumulado se habían repetido en las últimas semanas, pero nada fuera de la normalidad cuando empiezas a trabajar tras mucho tiempo en el paro. No nos lo podíamos creer, mi mundo literalmente se desmoronó para reconstruirse alrededor de Rubén y de todo lo que necesitase de mí. Empezaron entonces las visitas casi diarias al oncólogo, las sesiones de quimioterapia que lo dejaban hecho polvo y la batería de pruebas que jamás nos ofrecían nada bueno.

Esa leucemia se llevó a mi marido en cuatro meses. Pasó de ser un chico de 32 años fuerte y sano, a convertirse en un hombre que apenas se podía mantener en pie. Una batalla que él libró con todo el humor que le caracterizaba, con fuerza y casi apoyándonos él a nosotros. Fue tan él hasta el final…

Y no os imagináis lo que pude llorar, los últimos días, aquella tarde de martes en la que decidió descansar para siempre, y los meses que siguieron a su entierro. Aquella casa que habíamos creado juntos todavía olía a él. Dentro de mi cabezonería habitual decidí regresar sola a mi rutina a pesar de que todos en casa me animaban a acompañarme. Salía de trabajar y echaba de menos sus bromas, sus abrazos, incluso nuestras discusiones por tonterías. Viví casi medio año sin ser capaz de deshacerme de su ropa, viendo cada día su cepillo de dientes en el vasito del baño. Como si fuese a regresar de un momento a otro, como si aquella leucemia solo hubiera sido una maldita broma de mal gusto.

lanzarote 2

Pero la vida pasaba y yo continuaba siendo una mujer de casi 30 años, viuda, sola, triste y deprimida. Mis amigas me llamaban a diario intentando animarme o sacarme de casa aunque solo fuera para verme la cara. Mi madre aparecía en mi rellano sin previo aviso, me miraba y después añadía ‘solo he venido a darte un abrazo y ya me voy‘. Estaba tan en el fondo que en ocasiones pensaba que si aquello era lo que me quedaba de por vida, ¿para qué seguir viviendo? Yo quería mis planes con Rubén, ahorrar para poder comprarnos una casita con jardín, tener hijos, adoptar un perro y envejecer juntos para bailar nuestra canción mientras nuestros nietos nos miraban asombrados.

Muchas noches hablaba con él, o al menos lo imaginaba. Le preguntaba por qué la vida había sido tan injusta con nosotros, por qué después de aquel viaje, de su vuelta al trabajo, cuando todo volvía a ser bueno, una maldita enfermedad se lo había llevado. Nunca obtenía respuestas, terminaba cayendo dormida mientras sollozaba abrazada a mi lado de la almohada. Era agotador.

Tras el segundo cabo de año de la muerte de Rubén volví a ver a sus padres. Ellos se había aislado durante aquellos años. Se habían ido del pueblo porque decían que allí todo les recodaba a su querido hijo. Al verlos fue un poco como volver a tenerlo a él frente a mí. Los abracé con fuerza con todo el cariño que había guardado durante aquellos 24 meses y les repetí un millón de veces lo feliz que me hacían al regresar. La madre de Rubén me miró con ternura y sin decir ni una palabra me tendió un sobre.

Sé que nos vas a matar, pero llevo meses pensando en esto y ayer mismo me lancé. Creo que necesitas esto, necesitas salir y volver a ser esa chica alegre y genial que eras hace años. Rubén así lo hubiera querido, él se enamoró de esa chica dicharachera, haz que regrese.

Abrí el sobre y allí dentro había un billete de avión, destino Lanzarote. Además, una hoja impresa de un hotel con todos los gastos pagados. Habían pasado más de dos años desde nuestro viaje a la isla, nuestra isla.

Quiero que vayas y que lo hagas sola. Aunque no te lo creas yo también tuve problemas siendo joven, e hice un viaje sola que me hizo reconstruir mi vida por completo. Necesito que tú lo hagas, que no pienses en regodearte en tu tristeza, sino que veas que por difícil que parezca, hay vida más allá de todo lo que ha dejado mi hijo.

Las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos. ¿Cómo podría yo irme a Lanzarote sola, sin Rubén? ¿Cómo podría asimilar todo aquel paisaje sin él de mi mano? ¿Era aquello una prueba?

Fotografía de portada