No sé cuándo leeréis esto, pero os escribo unas horas después de empezar el día 31. Mañana, a estas horas, mi familia y yo estaremos cantando en la cocina de mi casa. Espero que mi hermano traiga la guitarra que aprendió a tocar en su crisis de los 40, que mi sobrino finja tener mucha más vergüenza ajena de la que siente en realidad, que mi marido desafine una o dos estrofas de alguna de las canciones que solemos cantar en mi familia cada año que se ha podido aprender y que mi madre nos pida que sigamos cantando. Todos fingiremos durante rato no saber cual toca cantar para que sea otro el que decida el orden hasta llegar a ESA canción. La canción que, cada año, en cada celebración o en cada día un poco animado o festivo, yo, con mi mejor cara suplicante, le pedía a mi padre que me cantase.

Dependerá de la cantidad de veces que hayamos brindado el número de lágrimas que se desprenderán entonces mientras nos desgañitamos gritando “Mayte, yo no te olvido, ni nunca, nunca, te he de olvidar…” Alguien dirá que no con la cabeza, alguien forzará una sonrisa, alguien llorará abiertamente… Pero hasta que llegue el momento nadie sabrá cuál es su papel. Qué posición le toca ocupar este año.

Y yo, entre todo no esto, no me atreveré a contarles que no recuerdo nuestras últimas navidades juntos. Entre tanto drama, tanta pelea y tanta inconsciencia pasaron nuestros últimos meses. Apenas tengo buenos recuerdos de ese tiempo. Y ya no me siento culpable por ello, porque sé que fue él quien no quiso construir en nuestras mentes unos recuerdos hermosos para el futuro, aun sabiendo que moriría joven.

Su ausencia fue una constante en mi vida. Crecí añorando a alguien que adoraba porque adoraba la figura que representaba. Fue dura la adolescencia, donde cada vez que volvía de sus eternos viajes, me demostraba más y más que no me conocía, en ese momento en que te sientes tan incomprendida, él me demostró que nunca sabría quien soy en realidad y que eso tampoco le quitaría el sueño. Él era así, admirable, noble, lleno de valores y lealtades de las que los tres nos alimentamos durante años… Siendo espectadores de sus deslealtades, de las faltas a sus valores, de esa mediocridad que siempre criticaba en los demás. Un hombre que vivió su vida como quiso, con grandes aspiraciones que dejaban atrás lo que debería haber sido su mayor orgullo.

Crecimos obnubilados por la imagen de un hombre fuerte y valiente que nos ofrecía amor incondicional y un refugio eterno, que en realidad era fugaz, condicional y que defendía solamente cuando no había nada más urgente que atender.

Quizá os parezca feo esto que os cuento, pero en realidad no lo es. Pues cada uno decide lo que se queda para sí de las personas importantes de su vida. Yo me quedo con los retos, me quedo con el carácter, la fortaleza, el orgullo… Y aunque fuera torpe en su forma y manera, con su amor, que sé que le torturó en sus últimos instantes, sabiéndonos lejos de él. Seguramente seguiría cantando “Mayte, si un día sabes que he muerto ausente de tu querer, del sueño de la muerte, para adorarte, despertaré”. Pero no despertó. Aunque pasé los primeros años esperando a que lo hiciera.

Su ausencia definitiva es ya adolescente. Ya hace 14 años de su último viaje y debo agradecerle que, aunque privase a sus nietos de la presencia de un abuelo en las noches de fin de año, hace tres años, me ayudó a que un abuelo sí pudiera estar, aunque le falte ese chorro rudo y afinado de voz que él tenía.

Hace tres años, tras mucho tiempo de distancia entre mi marido y su padre, hubo un pequeño acercamiento. Nació mi hija, y eso ablandó quizá las heridas que llevaban tiempo tirantes y secas. Y yo, aprovechándome de la memoria de mi padre, pedí a mi suegro que nos ayudase a crear recuerdos nuevos, que le diese a su nieta la oportunidad de recordar, llegado el día, la última navidad con el único abuelo que le queda. Le pedí que se sentase a nuestro lado para ocupar otro asiento, no el de mi padre, sino el suyo propio, y que nos regalase su compañía en un día de fiesta, para poder disfrutar mientras esté y recordar cuando se vaya, de las anécdotas más bonitas. Poder reñirle por darle a la niña cosas que no debe comer, poder abrazarle cuando el jaleo y las uvas esparramadas anuncien que ya es año nuevo, poder disfrutar de él como ya no puedo hacer con el otro abuelo.

Hace 14 años supe lo que perdía. Hoy sé lo que él se perdió y duele tremendamente más. Pero gracias a él, en su nombre y en su memoria, reconciliamos a un padre solitario y perdido con un hijo despistado y creamos una nueva costumbre, un nuevo recuerdo…

No recuerdo en absoluto las últimas navidades con mi padre. Pero recuerdo cómo le brillaba aquel viejo empaste de oro en la última muela que dejaba ver cuando cantaba, recuerdo la sonrisa en sus ojos cuando nos miraba, recuerdo medir su barriga con mis brazos y creer que adelgazaba mucho entre cada visita (y no que yo crecía de cada vez), recuerdo a Mayte y su humildad fingida diciendo que no podría cantarla hoy porque es una canción muy difícil…. ¡Difícil es cantarla ahora, Antonio! Sin que nadie llore, sin que nadie se enfade con el destino que te llevó demasiado pronto, sin que nadie odie tu testarudez…

Mañana a esta hora, cantaré pensando en él y creyendo que, si es cierto que hay algo después, estará cantando conmigo, enseñando todas las muelas, con la boca abierta de un palmo y mirando de reojo a su mujer, que aunque no la mereciese, siempre lo amó profundamente.