Soy gilipollas. De manual. Buscas el significado en el diccionario y sale mi cara de pardillo enamorado. Me prendió en el instituto donde no me miró hasta COU y solo lo hizo para pedirme los apuntes de la selectividad. Su repentino interés podía habérmelo tomado como una antesala de lo que ha sucedido 20 años después.

Ella se casó, yo también. Yo me divorcié, ella también. Mi separación fue tan inesperada como inevitable, pero mi amiga sufrió muchísimo. Fue un matrimonio complicado, con violencia e infidelidades durante los últimos meses. Acabó destrozada.

Hubiese dado lo que fuera…

No soportaba verla mal. Ni a ella ni a sus hijas. Tenía tres hijas. Tres, a las que siempre he querido como si fuesen mías. Las que siempre deseé que lo fuesen.

Quiero dejar claro que nunca me aproveché de la vulnerabilidad de su ruptura. Fui ese fiel amigo, respetuoso con la situación, empático con su dolor y admirando cada paso que daba hacia su recuperación. Estaba enamorado de ella, no quería tirármela y ya está. Mi deseo era convertirme en la persona que ella fuese necesitando.

Y le di dinero

Entonces me convertí en su banco. Venga a pagárselo todo. Se tuvo que mudar de casa, la ayudé con la fianza y el alquiler. En su plan por “empezar de cero”, quiso montar su propio negocio. La ayudé, por supuesto, ¿cómo negarme? Y le dejé una importante suma de dinero. Buena parte de mis ahorros. Confiaba en ella, en su idea y yo no necesitaba la pasta en ese momento. Se lo dejé de buen agrado, deseoso de verla triunfar en su proyecto personal.

No solo no la vi triunfar en su proyecto personal, sino que dejé de verla. Poco a poco, se fue alejando. Con ella había tocado el cielo con la punta de los dedos, la creí “mi chica” por muchas razones, pero en cuanto deposité mi dinero en su cuenta, ella puso en práctica un truco de escapismo digno de Houdini. No me cogía el teléfono, dejó de contestarme a los mensajes. Cuando me presenté en su negocio, el que había montado con mi dinero, me tachó de acosador y me amenazó con denunciarme a la policía.

No entendí nada. Lo juro. Me culpé muchísimo. “¿Qué le hice? ¿Qué le dije?”, me cuestionaba. También me preguntaba cómo podía haber sido tan gilipollas de dejarme engañar así. Hice algún intento por acercarme a ella a través de su familia, pero también me espantaron como si fuese un puto loco. No quería hacerle nada, solo necesitaba respuestas.

Sin chica ni pasta

Pasó el tiempo. Aún no me había resignado a su pérdida cuando coincidimos en el bautizo del bebé de una pareja de amigos que tenemos en común. No iba sola, la acompañaba un chaval al que yo debía doblarle la edad. Iluso de mí, creí que sería un primo o un sobrino, pero el descaro de sus muestras de afecto sobrepasó los límites de una relación inocente y fraternal. Eran ella y su novio, con el que se veía desde hacía meses. Tantos que al sacar cuentas se me rompió el corazón.

Ansiedad. Dolor, mucho dolor. Acabé ingresado en el hospital con los nervios destrozados. Ya no era renunciar a mis ahorros, sino a ella. Por la que siempre esperé, de la que nunca me olvidé, a la que apoyé y sostuve en sus peores momentos por pura devoción. Tras mi preocupante cuadro hospitalario, tuvo un acercamiento: solo quería confirmar la ruptura de nuestro “vínculo”, fuese cual fuese el sentimiento que lo atara. Mi tristeza era un síntoma de debilidad para ella, llegándose incluso a burlar de mi sufrimiento.

Todavía estoy saliendo del pozo. Muy a mi pesar, aunque intento trabajar en ello, sé que mantengo la ilusión de su regreso; y, muy a mi pesar, sé que volverá… cuando el yogurín la deje o se quede sin dinero.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de un amigo.