Sé que la adolescencia es una etapa dura. Como es obvio, yo también pasé por ahí, y lo recuerdo. Recuerdo bien cómo me sentía, lo desconectada que me encontraba de mis propios padres y lo intenso que era todo. Por eso me esfuerzo al máximo por comprender a mi hijo ahora que es él quien está en esta fase. Aunque lo cierto es que me lo pone muy complicado. Trato de ser paciente y lo más empática posible, pero no siempre lo consigo.
Mi hijo, además de rebelde y respondón, se ha vuelto introvertido, reservado y hace un tiempo que directamente pasa de su padre y de mí. Se relaciona lo justo y necesario, no más. Poco le importa lo que hacemos o dejamos de hacer, no necesita a nada ni nadie que no sean sus amigos y el ordenador. Apenas se comunica con nosotros, siempre parece enfurruñado. Sé que es una actitud dentro de lo que cabe esperar con los chavales de su edad, pero hace cosas que no lo son tanto.
Puedo entenderlo casi todo, no obstante, estamos muy preocupados por él. Porque además de aislarse y vivir enfadado, ha empezado a mentirnos, a desobedecer y, en resumen, a hacer lo que le dé la gana. Y nosotros no queremos caer en el ‘mientras vivas bajo nuestro techo…’, pero es lo que provoca. Porque él, por mucho que le pese, es todavía menor. Aun es nuestra responsabilidad a todos los niveles. No puede hacer y deshacer a su antojo, ni puede desparecer todo el día sin darnos la más mínima señal de vida. Y él no quiere entenderlo.
Tengo los nervios rotos de no saber dónde narices se ha metido, de averiguar que ni se ha pasado por dónde suponíamos que estaba y de llamar a sus amigos y buscarle por todas partes porque se ha hecho tarde y él no ha vuelto a casa. La situación se volvió tan desesperada, que no nos quedó más remedio que tomar medidas cuestionables e igual de desesperadas. De las que, por cierto, no me arrepiento. Porque una de ellas, la que consistió en ponerle un AirTag en la mochila, me ayudó a evitar su muerte. Que lo mismo es una exageración, pero fue lo que me pareció en su momento. Porque estaba histérica y enfadada. Y porque, tras esperar y darle un voto de confianza, descubrí gracias al dispositivo que, no solo me había mentido, sino que se había puesto a caminar por la autovía.
Sin tan siquiera el detalle de informarnos de sus planes, se había escapado a las fiestas del pueblo de uno de sus amigos. Se había subido a un tren y a un autobús y se le había hecho tan tarde, que ya no tenía transporte público para regresar. Para cuando quise comprobar dónde narices estaba, mi hijo había decidido echarse a andar por la orilla de la carretera, siguiendo el camino que conocía. No me lo podía creer cuando lo vi caminando como si nada por el arcén, en una zona oscura y por la que los vehículos pasan a toda velocidad.
De verdad que pensaba que le habían robado la mochila de marras. Pero no, era él con todo su papo, sin un euro en la cartera y esa actitud de ‘me la sopla lo más grande la bronca que me estás echando’. Ni las gracias me dio por ir a buscarlo. Al contrario, sigue enfadado por, según sus palabras, haberlo rastreado como si fuera un delincuente.
Anónimo
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