Cuando Tere dio a luz a su segunda hija no fue un día tan bonito como se espera de un nacimiento, pues hacía apenas un mes que su gran amor había fallecido repentinamente. Su hija mayor tenía 3 años recién cumplidos y le faltaban un par de meses para salir de cuentas cuando aquello ocurrió y fue, sin duda, el momento más duro y triste de su vida. Su pequeña nació entre lágrimas no solo de felicidad. Su abuela la miraba con amor y pena mientras sujetaba la mano de aquella madre destrozada de dolor que paría a una niña prematura. Tanto dolor, tantas noches sin dormir… No había podido llegar a término, pero al menos esta vez el universo no la castigaría más y, en un par de semanas, su bebita sana y ella pudieron irse a casa.

Ella tenía un muy buen trabajo y su marido tenía un seguro de vida que dejaba a la familia en buena posición económica. A las niñas no les faltaría de nada en cuanto a lo material, pero crecerían con la sombra del fallecimiento de su padre y la tristeza de su madre que parecía eterna. Pocas veces se la veía sonreír. Miraba fijamente a su pequeña como si la analizase, como si intentase descomponer su rostro y sus gestos en busca de su marido, como si no fuera suficiente para llenar el hueco tan grande que había quedado en su vida. Ella amaba a esas niñas por encima de todo, solamente es que no estaba preparada para demostrarlo tan intensamente como antes. Su hija mayor, prácticamente ajena al drama, seguía pidiendo a su mamá aquellos cuentos de noche que ya no tenía ánimo de contar, aquellas guerras de cosquillas que ya no tenían sentido y, cuando veía que no eran posibles sus peticiones, preguntaba por papá. Entonces ella no podía más y pedía a alguien que jugase con la niña porque no podía mirarla a la cara y volver a explicarle que su papá no podía volver. Y es que con 3 añitos, el concepto “nunca más” no lo entienden, y a ella se le hacía demasiado. Le gustaría tener la paciencia y la sangre fría de hablarle a su hija, pero no era capaz.

Cuando pasaban episodios de estos, Tere amanecía sintiéndose culpable por no haber sabido sostener a su hija, así que la llevaba a una juguetería y le dejaba llevarse lo que más le apeteciese. Creía que una nueva distracción taparía un poco la ausencia de su padre (y de su madre).

Cuando volvió al trabajo, contrató a una chica joven muy bien preparada para que cuidase de sus hijas en casa. Su marido y ella habían acordado no escolarizarlas hasta que no fuese obligatorio, para poder disfrutarlas y que creciesen aprovechando cada minuto con ellos al máximo. Ambos tenían formación de sobra para iniciarlas en la lectoescritura, pensamiento lógico-matemático, etc, todas esas cosas que las niñas de su edad aprenden en infantil. Acudían con frecuencia a parques y a dos asociaciones de familias donde socializar con iguales, pero se verían siempre arropadas por las personas que más las quieren. Ella quiso seguir adelante con el plan, solo que ahora, ella sola, no podía compaginar horarios con nadie. Su madre pasaba gran parte del día con las niñas. Desde que Tere salía del trabajo, su madre preparaba exquisitas cenas caseras con la ayuda de las pequeñas (cuando tuvieron edad), las metía en cama y leía algún cuento antes de dormir. Entonces intentaba charlar con su hija, que solamente se sentaba en el sofá, hipnotizada por el logo de Netflix, mientras se tapaba con una manta.

Intentaron convencerla mil veces de que fuese a terapia, pero ella decía que su tristeza era la tristeza normal de una persona que ha perdido a su amor, y tenía razón, pero la manera de gestionar esa pena era lo que no estaba bien. Cuando la pequeña cumplió 4 añitos, corrió por la mañana a la cama de su madre, feliz a la espera de que alguien le cantase. Tere había pedido el día en el trabajo para organizar aquella fiesta, pero al llegar la mañana, la tristeza había podido con ella y no se pudo ni levantar. La chica que cuidaba de las niñas estaba atenta, pues la había oído sollozar al entrar en casa y, al ver a la pequeña correr por el pasillo en dirección a la habitación de su madre, la paró con cariño, la levantó por los aires y le cantó el Cumpleaños Feliz en tres idiomas, con varios remixes y un par de achuchones. La niña estaba feliz, reía a carcajadas. Tere se levantó bastante tiempo más tarde, con una enorme caja envuelta en papel violeta y un gran lazo rosa encima.

La niña se emocionó al ver semejante regalo y se abrazó a las piernas de su madre. Tere, por la falta de costumbre, no supo reaccionar y se agachó torpemente sujetando los brazos de su hija. Sintió algo diferente, algo como alegría, algo como el amor incondicional de su hija. Entonces, su hija mayor apareció por el pasillo y dijo a su hermana: “Cinthia, deja a mamá, no le gustan los abrazos”. El gesto frío de su hija mayor la dejó descompuesta. ¿Realmente creía su hija que no le gustaban los cariños que ellas le daban?

Las niñas corrieron con la niñera a la cocina a terminar de preparar la tarta que decorarían por la tarde con la abuela, y Tere sintió como un velo de dolor se caía y un peso enorme de culpa se le agarraba a la espalda. Su primer impulso fue buscar en Google algo para sus hijas que pudiera compensar sus constantes ausencias. Pero la voz de su hija mayor resonó en su conciencia. Empezó a dar vueltas por casa y, paseando, llegó a la habitación donde sus hijas jugaban. No había espacio para nada más, no sabía donde podría colocar su pequeña ninguno de los regalos que le hiciesen ese día, porque la habitación estaba abarrotada de juguetes que parecían no haberse usado jamás. La muñeca que le regaló a su hija mayor cuando no pudo ver su actuación en navidad en el cole estaba tal cual la había comprado, ni siquiera había salido de la caja. La cocinita de la pequeña que le regaló aquella navidad que no cenó con ellas en nochebuena estaba impoluta, con cada accesorio en su sitio…

Paseando por su casa y sus recuerdos, llegó a la galería, donde un montón de folios pintarrajeados decoraban el suelo y las paredes. Un precioso lienzo con un paisaje bastante trabajado descansaba en un caballete y miles de botes de diferentes pinturas reposaban por cada esquina. A un lado, una montaña de bloques de construcción con los que su pequeña montaba verdaderas ciudades con todo detalle. Ahora entendía las manchas en la ropa de su hija mayor, la imaginación de su hija pequeña y… Entendió que no conocía en absoluto a aquellas niñas.

Fueron meses de terapia para perdonarse por no haber estado presente para ellas. Ellas también habían perdido a su padre y, además, convivían con la sensación de ser una molestia para su madre que las llenaba de regalos, pero jamás veía una película con ellas, nunca se tiraba en el suelo a jugar, no preguntaba qué tal sus días y, lo peor de todo, jamás les daba aquellos abrazos que podían haberla ayudado a ella también a recomponer su alma.

Tere hizo una batida de limpieza en aquel cuarto del horror y donó en navidad todos aquellos juguetes carísimos que no habían sido usados. Decoraron las 4 juntas (pues aquella niñera era ya de la familia) la habitación donde jugarían. Llenaron varios estantes con juegos de mesa para jugar en familia, y pintaron a mano las paredes. Sería ahora su espacio, donde reirían a carcajadas todas por igual. Porque el dolor seguía allí, pero recrearse en él solo le había robado tiempo. Una foto preciosa de su padre con la mayor en brazos acariciando la barriga de Tere embarazada era la única foto de los 4 juntos y la pusieron presidiendo aquel cuarto, en un marco que la mayor hizo a mano.

Tere me escribió desde el sofá de su casa, mientras Cinthia se había dormido abrazada a ella y Sabela pintaba algo en un cuaderno con Frozen puesto de fondo. La manta que tapaba sus penas ahora servía de arrullo para sus pequeñas. Sabe que no podrá recuperar el tiempo perdido, pero ahora solamente mira hacia adelante y abraza todo lo que puede a sus pequeñas, por todos los abrazos que no les supo dar.  

Luna Purple.

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