Maternidad azul, ni un cuento de hadas ni el fin del mundo

 

En el momento en que te conviertes en madre, automáticamente tu vida se pone en nivel difícil, es decir, prepárate para andar siempre con la barra de vida y energía a medio gas. Dale una vuelta de rosca al asunto y que tu pequeño vástago, además de ser la luz de tus ojos, sea autista. Tu barra de energía o maná o loquequiera que sea va a estar ridículamente baja a todas horas. 

Y es que los niños no vienen con manual de instrucciones, sino que éstos nos los dan otros padres, amigos, familiares, tutoriales de YouTube… Lo malo es que suelen darnos el manual de un Seat León y nuestro niño con TEA es el jodido Challenger. 

Ahí estaba yo, con mi retoño maravilloso, recibiendo consejos por doquier y empollándome revistas y páginas de crianza chiripitiflaútica. He de decir que, si no llega a estar mi marido para sufrir las noches conmigo, no estaría escribiendo esto de forma medianamente coherente, porque un crío chico te hace chuparte más horas en vela que Batman y un niño autista hace que sean más accidentadas que las de Daredevil. Eso lo aprendí después. 

Entre noches en blanco, llantos a un nivel de decibelios que exceden la normativa del ayuntamiento o pañales con más relleno de lo que pesa el pequeñajo, empecé a darme cuenta de que algo no me cuadraba con el famoso manual del niño promedio. Con el paso del tiempo, el pequeño fruto de mis entrañas no jugaba como se suponía que debía jugar, tenía poco interés en los juguetes y solo parecía divertirse con botellas vacías, no le escuché llamarme mamá cuando era su tiempo de decirlo (y todavía sigue sin hacerlo) y, aunque caminó a la edad reglamentaria, lo que hacía era corretear sin rumbo por la casa. Los siguientes signos de alerta me saltaron enseguida: iba a su bola, no adquiría lenguaje y sus comportamientos en el juego eran rígidos y encorsetados. 

 

                                                  Un cerebro diferente exige un camino distinto

 

Voy a ahorrarme todo el drama que transcurre entre las sospechas y el diagnóstico porque fue un tiempo muy oscuro en mi vida, lleno de inseguridad y miedo, de muchas noches llorando amargamente cuando todos dormían. Solo os diré que nunca dudéis de vuestro instinto, cuando creáis que algo va mal, consultad a especialistas, aunque se rían de vosotras. Yo ya sabía que mi niño era autista antes de tener un informe médico que me lo corroborara. 

En ocasiones, el diagnóstico cae como un jarro de agua fría en pleno diciembre, pero para mí fue algo tremendamente liberador. Todo el sufrimiento se desvaneció de pronto porque yo ya sabía con ese dichoso papel, que estaba a los mandos del Challenger y que la cosa a partir de entonces iba a ser, a falta de una expresión mejor, una movida que te cagas. Improvisas al principio y acabas siendo la mejor piloto del universo, algo así como una Han Solo de la vida. O por lo menos se intenta.

Mi duelo por el niño que había imaginado (con sus Playmobil policías y toda la parafernalia) lo pasé antes del diagnóstico y solo quedó el hijo que tenía, el que amaba, el que no sabía que necesitaba, el que me enseña cada día a ser la mejor versión de mí misma. Tener un hijo autista no es el fin del mundo, es el principio de uno nuevo en el que empiezas a comprender que no hay una forma única de ver la realidad, en el que el esfuerzo es una recompensa en sí misma, en el que te encuentras miradas condescendientes, pero también sonrisas cargadas de ánimos y buena energía, en el que descubres que tú puedes, que ellos pueden y que juntos somos fuertes. 

                                    Pide ayuda si la necesitas, no estás sola en esta aventura

 

Aunque las mamis azules a veces lloremos, no pasa nada. En ocasiones nos dan ganas de salir pitando, pero sabemos que donde mejor estamos es en casa. Hay días en los que la condición de mi peque pesa como el plomo, pero cuando lo recojo del cole y veo como sonríe, el plomo se convierte en miles de plumas con las que jugar. Llevo cinco años con el carnet de madre, de ellos, el último con el “sellito azul del TEA” y decir que estoy orgullosa de mi bicho es poco. 

Y después de todo este testimonio de programa de la tarde, hay algunas directrices básicas para empezar a elaborarte una especie de manual de supervivencia. 

Primero, destierra estereotipos. Los muchachos autistas pueden jugar a cosas tan raras como regar sus juguetes, acaparar peluches o abrir y cerrar puertas. Te saldrá barato, eso sí. Con la tostadita de mi amor (así le canto a veces y sonríe) hago puzles con hueveras y juegos de clasificar con pinzas de la ropa.

Segundo, ama de forma incondicional. Tu retoñito es diferente y eso está bien, no es ni mejor ni peor que otros niños, solo es distinto, aprenderá de forma diferente y necesitará cosas que los demás no, aunque también funciona al contrario. Algo que para los nenes neurotípicos puede ser cuestión de “vida o muerte”,  para los autistas es irrelevante como la caquilla de un ratón. 

Y, por último, mira siempre adelante, vive día a día, como bien nos aconsejó Rambo, y recuerda que el futuro es demasiado incierto como para que nos atenace ahora. Disfruta de las cosas pequeñas de la vida, que son las más grandes. 

Juntos somos fuertes.

 

Silvia G.T