Hace mucho tiempo que aprendí a callarme ciertas cosas sobre mí. No porque me avergüence, ni mucho menos, sino por pura comodidad. Por ahorrarme explicaciones, por no discutir. O por no ponerme mala con los prejuicios y la intolerancia de la gente. Porque aquí parece que muchos nacieran con la verdad universal debajo del brazo, en lugar del consabido pan. A diario hay que lidiar con esos que todo lo saben y, lo que es peor, con los que además de saberlo todo, también se creen con el poder de juzgar lo que haga o piense el resto.
No hay tema que se escape de los prejuicios ni de los listos, pero hay uno que a mí me duele un poco más que otros: La maternidad.
Bueno, en realidad, todo lo que tiene ver con ella, desde el embarazo hasta la crianza y la educación de los hijos. Es que de verdad que es un tema controvertido, ¿eh? Del que todo el mundo sabe, opina y, cómo no, se da pie a juzgar. Lo viví muy de cerca antes incluso de quedarme embarazada. Mi pareja y yo tuvimos que recurrir a tratamientos de fertilidad y no fue algo que ocultáramos. Así que nos comimos un montón de opiniones ajenas no solicitadas sobre tantas otras cuestiones para las que no pedí consejo.
El caso es que conseguí quedarme embarazada y que tuve un embarazo terrible. Seguido, cómo no, de un parto terrible. Y de un posparto más terrible aún. Digamos que todo lo que pudo salir mal, salió mal. Aunque con final feliz. Mi niña se recuperó y está bien. Y yo también me recuperé, solo que mucho después. Y, un tiempo prudencial más tarde, nos decidimos a intentarlo de nuevo. Contra todo pronóstico, me quedé embarazada prontito, pero con muchos miedos que no tuve en la primera ocasión.
No quería volver a pasarlo tan mal como entonces, así que estudié, me documenté e hice todo lo que estaba en mi mano para evitar las que pasamos el bebé y yo. Lo cual incluyó algunas cosas que, hoy por hoy, son bastante polémicas. Como lo que hice después de dar a luz a mi segundo hijo. De lo cual no me arrepiento y que, pese a que no voy por ahí pregonándolo, tampoco me corto en decir si acaso sale el tema. Y es que me comí la placenta cuando parí y, no, no soy una friki. Solo soy una mujer que llegó a temer por la vida de su bebé y por la suya propia y que, después de eso, sufrió una depresión posparto brutal y tuvo muchos problemas para establecer la lactancia.
Una mujer que hizo todo lo que pudo para minimizar la posibilidad de repetir el horror vivido. Y si ingerir la placenta ayudaba a reducir el sangrado, la anemia y a prevenir la depresión posparto, pues una se comía la placenta y punto. Pedí ayuda para hacerlo de forma segura y no voy a explicar exactamente cómo lo hice porque ya sé cuáles son las reacciones, pero diré que no fue nada primitivo ni repugnante.
Poco me importaron la escasez de evidencias científicas, la incredulidad de mi familia o las caras de asco de algunos. Solo me importaba hacer todo lo que pudiera para estar bien y para ser la mejor madre para mis hijos. Y, casualidad o no, la segunda experiencia fue tan diferente de la anterior, y tan, tan buena, que sé que repetiré si me quedo embarazada otra vez.
Anónimo
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